Optimismo es presentarse a una moción de censura con menos de la tercera parte de los votos necesarios para que prospere, 52 de 176, y sin posibilidad alguna de recaudar un sufragio adicional. El paródico Santiago Abascal, que remedó incluso a Rodríguez de la Fuente y practicó un guerracivilismo conciliador, admitió la derrota salvo «que algunos de ustedes se caigan del caballo». Todo dirigente de Vox aspira a una estatua ecuestre, aunque la metáfora equina provoca algún sobresalto en una cámara ya asaltada a cuatro patas a lo largo de su historia.

El ejercicio de filibusterismo, o toma de posesión del micrófono parlamentario por parte de la ultraderecha moderada, se abrió con el inconfundible acento catalán de Ignacio Garriga. Exhibiendo un narcisismo superior al que Abascal endosa a Iglesias y Sánchez, el presentador de la moción o poción de censura también empezó por resaltar la misión suicida de la iniciativa, justificada para interrumpir un Gobierno que es «una serie mafiosa» pero con «más muertos».

¿A qué Gobierno se refería? No al gabinete de La Moncloa, sino a la cábala también comunista de Pekín. Cuando Garriga mencionó por primera vez «la llegada del virus chino», pareció un homenaje de despedida a Donald Trump. Al ensartar la expresión una docena de veces, adquirió el rango de acusación de alta traición, que Abascal elevó a una inequívoca declaración de guerra contra China al completo, de la que sería un apéndice el Sánchez a quien teme más que odia. La moción parlamentaria patentiza la dificultad de Vox con los números, pero el gigante chino multiplica por cuarenta la población de España. Para confirmar que su censura se dirigía contra el Gobierno de Xi Jinping, el candidato fracasado reforzó la acusación en «pandemia china», excitando así los bajos instintos de su grey. La ocupación del micrófono durante tres horas demasiado largas concluyó con los vivas de ordenanza al Rey, que deberían preocupar muy seriamente en La Zarzuela.