Huele a castañas y a confinamiento. La calle está algo fría y en el interior de la cafetería hay ruido de máquina de café, las expectativas del día se cuelan por entre las mesas y no es menos reactivante el ruidito que hace la cucharilla al mover el líquido dentro de la taza. Un señor pregunta si los bollos son de mantequilla. El camarero es joven, tal vez un joven licenciado en Filosofía que se emplea aquí para llevar un sueldo a casa. Su barriga es prominente, pero aún no se ha desbordado y seguramente su dieta ha comenzado a incluir desde que trabaja aquí esos bollos, donuts o Carlitos, que son esos dulces aflautados con azúcar blanca por encima. En otra vida, algunas tardes de fiesta una tía nos traía Carlitos a casa y todos los primos estallábamos en algarabía lanzándonos al paquete más por zangolotinos que por hambrientos. Blandíamos después el dulce como espaditas y acabábamos con la cara manchada, hojaldre por el suelo, madre nerviosa y que si queréis Cola Cao.

Un grupo de oficinistas critica a López, qué se habrá creído López. Dejo de poner la antena no vaya a ser que uno de ellos me diga a mí qué se ha creído usted, oiga, tanto oír, métase en sus asuntos. Mis asuntos son jamón y queso, un mixto. Un bocadillo no un sandwich. 'La sociedad del sándwich mixto', subtitulado «por qué los mediocres dominan el mundo» es un libro de Alain Deneault. Expone este señor que tal alimento es paradigma: no es nada del otro mundo pero es socorrido, no desagrada, no es imaginativo. Casi nunca lo tendrías como primera opción. Pero triunfa. Y en ese plan.

Para espantar esa mediocridad le pongo un poco de aceite pero medito acerca de la posibilidad de que el bocadillito se convierta en una bomba calórica. Ya no se puede viajar mucho, pero no me resisto a pensar que un maduro que tengo cerca sea viajante de comercio. Si Dios domina el cosmos, yo soy un diosecillo disponiendo de la vida de este microcosmos en el que una chica toma té y consulta un portátil, el chino del chino de la esquina viene a por un café para llevar y la máquina de los churros es como aquella máquina de fabricar salchichas que Bertrand Russell citaba en uno de sus ensayos, que no se deprimía nunca porque siempre estaba produciendo y nunca se preguntaba para qué, por qué o cómo. La máquina que sí se lo preguntaba acababa deprimida. Y por tanto se atascaba y paraba y dejaba de hacer salchichas. Y a la basura.

Una pantalla de plasma emite para nadie un noticiario 24 horas sin voz aunque no es difícil adivinar de qué están hablando. Pago.