Aun partiendo del hecho cierto de que la pandemia se ha descontrolado, que el maldito virus cabalga imparable y que el colapso de los hospitales se avecina como un riesgo inminente, la declaración del toque de queda en todo el país provoca un escalofrío en la epidermis de los hábitos democráticos. Parecería que se afronta una situación bélica.

Y es cierto que de alguna manera estamos en guerra, con un enemigo minúsculo pero poderoso, pero es preciso calibrar al milímetro la toma de medidas limitadoras de las libertades individuales. La última vez que alguien pretendió -qué repeluco- imponer el toque de queda en este país fue Milans del Bosch en la intentona de febrero de 1981, con los blindados adueñándose de las calles de Valencia. El bando publicado, sin fortuna, por el militar de la asonada establecía el encierro obligatorio de nueve de la noche a siete de la mañana.

Algo hemos ganado en horarios con este Gobierno... No se trata de tildar a Pedro Sánchez de golpista, pero pretender mantener el estado de alarma y la excepcionalidad nocturna durante seis meses se antoja una medida temporalmente desproporcionada. El presidente quiere jugar al primer toque y garantizarse el apoyo del resto de los partidos en el juego largo.

Mas conviene respetar escrupulosamente el dictado constitucional: cada 15 días, al Parlamento a remangarse y a buscar apoyos en las bancadas, a ver si son necesarias tantas semanas de 'alarmismo'. Lo primordial y urgente es reducir el número de muertos, que vuelve a agrandarse cada semana. Limitar las relaciones sociales servirá de poco si no se acompaña de otras medidas urgentes. Lo peor que nos puede pasar es que la única vida social que nos quede sea acudir a los velatorios.