Hoy escribo ayer. Los días se han convertido en su propia víspera, todos iguales, repetidos, construidos con el mismo paisaje de fondo, ese espacio cerrado, oclusivo, en que se ha convertido la vida. Octubre y marzo son ya meses mellizos y clonados, meses que insisten en la misma luz, en el mismo dolor, en el mismo miedo aleteando por las calles, los hospitales, las fábricas y las oficinas, un miedo que hace que cerremos España, convertida en una pléyade de fronteras, en un medievo renacido, otro ayer que regresa o que no se fue nunca y aguardaba, agazapado, el momento de mostrarse. Y lo mismo Europa, donde se están enclaustrando ciudades, comarcas, países. Un continente de puertas cerradas, como cuando la peste, porque esto de ahora, este covid que unos articulan en masculino y otros en femenino («señora covid» la llama el Papa), es la peste que también ha vuelto, una amenaza invisible que juega a los dados con la vida. Y sí, ya sabemos que al final en la vida todo es azar, circunstancia o destino, y que estamos en una guerra contra un enemigo que nos bombardea en silencio, y dependerá de tu suerte, tu circunstancia o tu destino que salgas del bombardeo indemne, herido o muerto.

Alguna vez hablé aquí mismo de la vida aplazada, porque uno escribe siempre con la urgencia del día, con la velocidad de la luz de la mañana, que exige una respuesta rápida a preguntas que uno nunca se ha hecho. Alguna vez he escrito, decía, aquí mismo, sobre la vida aplazada que nos planteaba esta pandemia, porque uno tiende a veces a la ingenuidad del optimismo y pensaba que esto sería pasajero, que iríamos avanzando, mejorando, hasta llegar al momento del olvido, que es exactamente ese en que uno recuerda lo malo que ha vivido con una sonrisa templada. Pero ahora mismo, esta mañana en que escribo, esta mañana de ayer, esta mañana repetida (como en aquella película mala de Bill Murray que es tan famosa), no me queda un gramo de esperanza y solo consigo acordarme de aquella frase de Onetti: «la única sabiduría posible es resignarse a tiempo».

Y quizás le estoy dando la mañana a usted que, con toda la buena voluntad del mundo, se sentó ante su periódico y su café buscando tropezar con una esperanza pequeña, una de esas esperanzas que hacen navegable el día, que dan para una jornada y que llega a la noche gastada y satisfecha del deber cumplido, pero es que no tenía hoy, este hoy que es ayer, nada de eso entre las manos, y solo podía, como en aquel verso de César Vallejo, pedir «perdón por la tristeza». Y sé que está muy feo y es muy impopular escribir sobre la tristeza, pero qué otra cosa tiene uno, si esta mañana es la de ayer, y tiene la esperanza gastada.