Será el próximo lunes, pasado mañana. Lo llamamos también el día de los muertos. La Iglesia lo celebrará como el día en el que honramos a los fieles difuntos. Lo dijo el papa Francisco en el Ángelus: «La tradición de la Iglesia siempre ha exhortado a rezar por los difuntos, en particular ofreciendo por ellos la celebración eucarística: es la mejor ayuda espiritual que podemos dar a sus almas, especialmente a las más abandonadas».

Estamos varados en tiempos extraordinariamente crueles. En los que la pandemia de la Covid-19 ha devaluado nuestra percepción de la muerte hasta extremos inconcebibles. Mientras tanto, por todo el planeta, los sátrapas que nos mal gobiernan encuentran ecos bien controlados y las resonancias perfectas para sus desvaríos y sus ambiciones más vergonzosas. Tanto en sus instrumentos de Agitprop como en las descerebradas cohortes. Es asunto fácil. Ellos solo desean glorificarse a sí mismos y a los siniestros pastores que los apacientan. En muchos lugares de Europa se han puesto de rabiosa moda las orgías de un hedonismo de brocha gorda. En calles, parques, plazas y otros espacios dedicados habitualmente a pacíficos y más civilizados encuentros. Estas concentraciones serían cómicas si no tuviesen frutos tan peligrosos. Decía Antoine de Saint-Exupéry que el hombre se imagina que teme a la muerte. No es así. Según el maestro, en realidad lo que tememos es lo imprevisto, la explosión final. «Lo que el hombre teme es a sí mismo, no a la muerte».

Durante demasiado tiempo ha tenido España en contagiados y fallecidos las peores cifras de Europa dentro del drama de la Covid-19. Me recuerda esta tragedia un espléndido artículo, 'El día de difuntos de 1836', de un gran escritor español: Mariano José de Larra. No deja de ser un buen ejercicio el leer, cerca de dos siglos después, uno de sus párrafos: «Y el bronce herido que anunciaba con lamentable clamor la ausencia eterna de los que han sido, parecía vibrar más lúgubre que ningún año, como si presagiase su propia muerte. Ellas también, las campanas, han alcanzado su última hora, y sus tristes acentos son el estertor del moribundo€».

Hemos visto de todo durante estos días. En España y en muchos otros lugares. Hemos comprobado la deprimente realidad de la apoteosis cotidiana de la locura sin paliativos. Alimentada por la toxicidad de líderes supuestamente sensatos. Como contrapunto, también hemos admirado con emoción y gratitud los ejemplos que nos llegan del lado luminoso de la luna: el de los héroes - la mayoría anónimos - que trabajan y se juegan su vida para que nosotros salvemos la nuestra. En los hospitales, en los supermercados, en las farmacias y en tantos otros frentes en los que estuvieron y siguen estando.

El maestro Vasili Grossman, le escribió en 1950 una carta a su madre, una cifra más entre las víctimas de la aritmética asesina de los genocidas nazis: «Llegué a Berdichev, entré en la casa en la que vivíais - la casa que había sido el hogar de la tía Aniuta, el tío David y Natasha- y comprendí que ya no estabas entre los vivos€».

El no estar entre los vivos€ Por ellos también doblan las campanas, las mismas que evocaron Larra, John Donne y Hemingway. Tampoco podremos olvidar en este Día de los Difuntos a Samuel Paty, un humilde maestro de escuela, digno hijo de Francia. Tampoco está hoy entre los vivos. Fue condenado y linchado en unas oscuras redes sociales, hace unos pocos días. Al final fue decapitado por un fanático enloquecido. El profesor Paty fue castigado por atreverse a defender ante sus discípulos la libertad de expresión. El presidente Macron, en nombre de la República Francesa, le ha concedido la Legión de Honor. Como decía a través de su mascarilla uno de sus jóvenes alumnos: 'Je suis prof'. Yo soy profesor. ¡Dios se lo pague!