La memoria no solo es selectiva. La parte buena de este punzón con doble filo llega a mostrarnos una herramienta cómplice y terapéutica. Nos transporta a una isla pasada en la que refugiarse para atenuar el dolor que conjuga el presente. Quizás por eso, este año -más que ningún otro- mis recuerdos han entendido la llegada de noviembre como el momento en el que regresar de forma incontrolable a mi infancia. A estampas que me sitúan camino del campo con mi pandilla de amigos del pueblo. Porque el Día de Todos los Santos olía a castañas asadas. Invitaba a una diversión que no estaba reñida con el posterior ritual -respetuoso y cariñoso- que nos llevaba al cementerio, cuando empezábamos a comprender que aquel no era el lugar tétrico que veíamos en la televisión. Que allí, en el camposanto, nos citábamos bajo una lluvia de hojas otoñales con personas muy queridas a las que tanto echábamos de menos.

Afortunadamente, por aquel entonces Halloween aún no había aparecido en nuestras vidas. Ni estaba ni se le esperaba. Era, como mucho, una distorsión postiza e ininteligible que se asomaba a alguna de las series americanas que vomitaba por la tarde la austera 'caja tonta'. Luego, esta mascarada anglosajona llegó para quedarse. Para atiborrar los supermercados y atravesar cualquier rincón con una escenificación del terror que, esta vez, no resultará teatral. Por desgracia, este año viviremos el puente del miedo. De la incertidumbre palpable. Bajo la noche, no habrá fiesta de disfraces. Esta realidad casi confinada impone el toque de queda. A cualquier hora del día, en cualquier calle de este y muchos otros países, no hará el frío de estas fechas. Tampoco calor. Soplarán los vientos negros de la pandemia.