Mi réquiem personal por Sean Connery ha sido indagar por qué lo queríamos tanto. No desde luego por su fantástico ciclo de Bond, aunque nos haya divertido mucho. Tampoco por sus dotes de actor, por más que fueran estimables. Creo que la razón es que, en una segunda vuelta de su vida, logró construir un personaje creíble, decente, arrogante, duro y tierno a la vez, sin un gramo de grasa sentimentalona y dotado de esa forma melancólica de sabiduría que solo los años dan. Ahí están el genial Robin de Robin y Marian (1976), el Sargento Malone de Los Intocables (1987), o el policía retirado John Connor de Sol Naciente (1993). Y, desde luego, el formidable Guillermo de Baskerville de El nombre de la rosa (1986), encarnando la dignidad y coraje remanentes en quien ya ha dado su vida por cumplida. Todavía el día anterior había estado con su personaje en La caza del Octubre Rojo (1990).