Más que la perplejidad del promotor de la reciente moción de censura al gobierno, destaca el dribbling político que nos han hecho a los espectadores, que eso somos después dejar el voto en las urnas. Concluye una moción de censura con un debate entre un supuesto padre y su hijo al que reprocha haberle dado trabajo -de comer- durante quince años y luego se emancipa. El determinante introito -¡hasta aquí llegamos!- es muy propio de la relación parental, del amor desamor. ¿Para qué el «Gran hermano» o «Isla de tentaciones» si tenemos servidos los mejores reality show en la política actual? Este quiebro futbolístico, de amagar y meter goles en propia puerta, lo es por la técnica del tropel, de ir todo el equipo congresual tras un balón que ellos mismos se han bajado de su propio tejado, cuando lo que prima son asuntos sanitarios, sociales o económicos inmensurables.

Tras este quiéreteme, se aplauden unos y otros, emocionándose los más rudos, afligiéndose ad hominem quien provoca el penalti y su expulsión. De tener vestuarios, sus señorías brincarían ligeros de indumentaria con el ¡campeones, campeones...!, propio del utilitarismo y la mejora de Pareto: todos ganan, menos los ciudadanos que sufren la estrepitosa caída de la economía, cuesta abajo y sin frenos. Para más inri pretendían subirse los sueldos, quizás emulando al sindicato de actores al que deberían de afiliarse para apoyar a un colectivo que verdaderamente lo está pasando mal, como el resto de españoles. Ya lo decía don Luis Aragonés, «por lo civil o lo criminal hay que ganar y ganar». Que la política es la otra liga del fútbol español lo corrobora la actitud del censurado presidente cuando el VAR -videoarbitraje europeo- le advierte de la alineación indebida para colarnos la reforma del Consejo General del Poder Judicial, y que su equipo podría perder por tres a cero, sanción que recogen los estatutos. No vale amañar partidos, los políticos, para luego emocionarse con autobombos.