El presidente de este Gobierno marcado por la ineptitud y el fracaso de su gestión de la pandemia pretende los plenos poderes de un estado de alarma durante nada menos que seis meses. La prolongación de la excepcionalidad que reclama no está justificada, desde luego, por esta segunda ola del virus si no es para evitar tener que rendir cuentas cada quince días en la soberanía nacional que representa el Congreso. ¿Por qué quiere escabullirse Sánchez? Es muy sencillo: para no afrontar el desgaste político que supone tener que convencer al resto de los partidos de la necesidad de restringir derechos fundamentales de las personas una vez tras otra. Para él resulta más cómodo acudir a la caja tonta e insistir reiteradamente en el discurso del sufrimiento y de los aplausos desde los balcones. Del mismo modo que en julio anunció la derrota del virus, se desentendió irresponsablemente del problema dejándolo en manos de las comunidades autónomas, y se largó de vacaciones. Los datos que maneja Moncloa, pese a la prestidigitación que practica Tezanos en el CIS, no deben ser muy halagüeños cuando Sánchez se parapeta de esta manera. Resulta comprensible que la valoración del Gobierno no sea la mejor, lo contrario supondría un entontecimiento generalizado y una falta absoluta de espíritu crítico para juzgar cualquier hecho. En el caso de este Gobierno, lamentablemente, no es necesario esforzarse en enumerar errores: basta con que alguien sea capaz de apreciar un acierto de su gestión en esta accidentada y siniestra legislatura. Pero la verdad es que el ambiente no puede resultar más favorable al acongojamiento. Muertos de miedo parecemos más dispuestos que nunca a ceder al liberticidio o a considerarlo en un segundo plano, cuando en realidad las necesarias medidas excepcionales para atajar la crisis sanitaria no son incompatibles con que un gobernante democrático asista a su obligación de refrendarlas periódicamente en un Parlamento.