Existe la creencia popular de que el alma pesa 21 gramos. Esta conclusión surgida a mediados del siglo XIX tras diversas experimentaciones con básculas de precisión, se basaba en la observación del instante en el que la vida abandonaba un cuerpo humano postrado en un plato de balanza y cómo la opuesta plataforma caía con rapidez. Es decir: como si algo se hubiera desprendido o escapado con misteriosa velocidad de aquel ser. Este hecho carece de validez científica, pero esos 21 gramos que se evaporan del cuerpo en el momento de la muerte sirven para reflexionar sobre el peso de las conciencias de aquellos que tienen en sus manos el destino de millones de españoles. Se trata de una terrible duda que desde hace meses me asalta cuando nuestros políticos, de vieja y nueva casta, ejercen desde la demagogia, la mentira, el pragmatismo partidista, desde el olvido de su misión primera que somos los ciudadanos; cuando gobiernan de espaldas a la realidad, desde una incapacidad inconfesada; cuando su típica metodología no va más allá de la ocurrencia o la improvisación. Y qué decir de su tradicional tic de pensar que la causa de sus fracasos son los ciudadanos irresponsables, incoherentes, desmadrados y asociales... O sus escapismos por viejos mantras de la rancia y alcanforada política: que si la monarquía, que si la Iglesia, que si los ricos, que si la privada, que si los fachas, que si Franco resucitó… y todo esto mientras cientos de ciudadanos se mueren, otros miles sufren la nueva pandemia, y otros muchos miles se quedan sin trabajo y sin posibilidad de alimentar a sus familias. Y muchos millones nos vemos sumidos en la peor devastación de nuestras vidas: en la tristeza, la desesperanza, en la incertidumbre de no saber lo que pasará mañana... Vista tanta incompetencia y maldad, ¿qué quedará de las conciencias de estos personajes? ¿Cuál será su peso? ¿Descubriremos con gran asombro y decepción que carecen de esos mínimos gramos de conciencia?, ¿Nos enfrentaremos al triste destino de ver nuestras vidas y futuros en manos de individuos que carecen de corazón? ¿Tendremos que dar la razón a los vaticinios de Maquiavelo? Estas hipotéticas preguntas, así como sus hipotéticas respuestas, son la baraja con la que todos los ciudadanos (desde los que detentan alguna responsabilidad hasta el no menos importante último de a pie) deberíamos enfrentarnos sin preámbulos, pero la realidad es que, como cartas que se descubren con cada nuevo giro, esparcimos por la mesa razones por las que renunciar y evadirnos de la realidad: la pereza de una nueva lucha, el bochorno que nos produce el espectáculo de la vanidad de los nuevos ricos, la pasividad del «que lo hagan los demás», la vergüenza ajena ante ciertos comportamientos inexcusables, torpezas e ineptitudes al descubierto, sentimientos de pérdida o desarraigo… la creencia de que Dios nos va a abandonar si no lo ha hecho ya. Hemos descubierto que dejar morir es francamente sencillo y más aún en una época especialmente traumática como la que vivimos, en la que la vida de los mayores y de los más débiles parece carecer de rédito electoral. El panorama se nos plantea desolador, pero ¡atención!, las evidencias pueden ser alteradas y trasformadas si los que aún conservamos una pizca de esperanza nos planteamos y resolvemos una última cuestión acerca de esos 21 gramos fugados: ¿Quién los atesora y a dónde lleva nuestras vidas? San Agustín decía: «Cada alma sigue la suerte de aquello que ama». Yo, como todos vosotros, amo la vida, la familia, la amistad, la convivencia, la alegría. Amo el futuro y el trabajo, amo las sonrisas callejeras, los abrazos y las miradas bonachonas. Amo tantas cosas que no quisiera que estos demonios me las arrebataran. El reto está en que los 21 gramos no se escapen de nosotros, sino que se multipliquen por millones de conciencias que clamamos por una nueva política, una nueva sociedad, una nueva manera de comprometernos y construir entre todos nuestra realidad, la que hemos abandonado en podridas manos o simplemente le hemos dado la espalda.