Cualquiera que sea finalmente el resultado de las elecciones estadounidenses, el fenómeno más inquietante de lo que allí sucede es el triunfo de la manipulación y la mentira, claros instrumentos del fascismo de viejo o nuevo cuño, frente al debate basado en argumentos racionales, que es lo propio de una democracia merecedora de ese nombre.

Que un político mienta cínicamente al electorado no es ninguna novedad - lo vemos también todos los días también en nuestro país-, pero el todavía presidente de Estados Unidos, Donald Trump, es un auténtico maestro del cinismo y la mentira. Hasta el ideólogo del nacionalsocialismo Joseph Goebbels estaría hoy orgulloso de él.

Nunca desde la sangrienta guerra de secesión de hace ya siglo y medio ha estado ese país tan profundamente dividido como bajo los cerca de cuatro años de liderazgo del "manipulador en jefe" hasta el punto de que puede hablarse de que allí existen hoy, como entonces, de dos naciones.

Trump se ha visto catapultado por una tóxica combinación de protestantismo evangélico de corte mesiánico, nacionalismo y libre mercado, y ha sabido al mismo tiempo explotar con diabólica habilidad la inseguridad y el resentimiento de las clases medias y trabajadoras, sobre todo blancas, perdedoras de una globalización salvaje y olvidadas durante demasiado tiempo por el Partido Demócrata.

Resulta estremecedor pensar que, si no hubiese sido por la pandemia del coronavirus, que sirvió para que muchos abrieran finalmente los ojos y vieran lo que debería resultar evidente a cualquiera - es decir, el hecho de que Trump ha basado toda su campaña en falsedades, caracterizando, por ejemplo, a su rival demócrata, Joe Biden, como lo que no es -no estaríamos hoy esperando al recuento final del voto por correo, sino que Trump habría sido ya proclamado ganador.

¿Quién si no un elector manipulado hasta extremos de ceguera podría creer que el ex vicepresidente de Barack Obama y tantos años senador de un paraíso fiscal como es el Estado de Delaware es un peligroso y radical socialista capaz de convertir a Estados Unidos en algo así como una nueva Cuba o Venezuela?

Como en las anteriores elecciones con Hillary Clinton, la dirección demócrata apostó por un candidato que no asustara al gran capital y fuera capaz de suscitar consenso en el actual momento de polarización frente a alguien como Bernie Sanders, favorito de las jóvenes generaciones y en el que muchos habían depositado sus esperanzas de renovación de un partido demasiado vinculado, al igual que el republicano, al gran capital.

Trump es a su vez el prototípico representante de un sector todavía, aunque no por mucho más tiempo, mayoritario de la población norteamericana, que, con independencia de su status económico, ve cómo las minorías - sobre todo la afroamericana y la hispana- le están comiendo rápidamente el terreno, y que se refugia en la creencia identitaria en su propia superioridad a fin de evitar lo inevitable.