Desde aquí proclamo mi amor a los libros. Un amor incondicional, tan apasionado como cerebral que, ahora que una corriente turbia nos arrastra aguas abajo hacia Dios-sabe-dónde, proporciona un asidero en el que recomponerse o, al menos, un salvavidas con el que intentar mantenerse a flote. En la época de los mensajes simplificadores, quien ama la literatura puede mimetizarse en personajes que le recordarán la complejidad del mundo de una forma mucho más eficaz que mil lecciones magistrales.

Ellos le advertirán que Mefistófeles no sólo sabe que todos tenemos un precio, sino que se ríe de lo fácil que resulta seducirnos; que hay capitanes que, cegados por sus obsesiones, llevan a su barco y a su tripulación a una destrucción segura en forma de ballena blanca; que hay cantos de sirena que conducen a las naves hacia los escollos y un consecuente naufragio; que hay quien desea que todo cambie para que todo siga igual; que el auténtico mal se oculta bajo las formas más banales; y, cómo no, que la cordura y la lucidez suelen ser malinterpretadas como manifestaciones de la locura. Que, en definitiva, como cantaba Luis Eduardo Aute en su inolvidable y pegadiza melodía, todo, todo, todo está en los libros.

De modo que este fin de semana, si me pierdo, ya saben dónde buscarme: estaré por la Alameda, husmeando entre las montañas de libros de la I Feria del libro malagueño y charlando con mis amigos los libreros, con los de carne y hueso, claro está; con los presentes en la feria y con los ausentes de ella, a los que espero poder visitar en sus maravillosas librerías, y así dilapidar mi magra hacienda en una de las pocas cosas en las que merece hacerlo. Espero que nos veamos por allí, querido lector.