La pandemia nos ha condenado a una dinámica hermética en la que da la sensación de que casi todo está cerrado. Hasta lo que está abierto. Hasta nosotros mismos bajamos la persiana al ponernos la mascarilla. Incluso, temblamos de extrañeza cuando nos ponemos a buscar la cuerda para cerciorarnos de que aún seguirá ajustada a las orejas, durante ese puñado de segundos que tarda el camarero en traer hasta la mesa la consumición que abre -de par en par- las compuertas que conceden ciertos vientos de libertad.

El coronavirus nos ha cambiado hasta los andares. Ahora caminamos como si hubiésemos sacado a pasear esas cadenas que se les recomienda a los coches cuando nieva. Intentamos dar un paso detrás de otro, como de costumbre, pero con el freno de mano echado. La pandemia nos ha castigado a vivir la vida en punto muerto. Y, solo algunas veces, nos deja acelerar un poco para al menos dejarnos llevar al ralentí, guiados por una inercia que juega al despiste sin perder de vista la atmósfera insegura en la que respiramos. En la que nos hemos instalado de repente como si todo esto fuera nuevo o como si ocho meses en estas circunstancias equivaliesen a varias décadas. Quién sabe. Ha cambiado hasta nuestra forma de hablar. El año pasado por estas fechas nadie hubiese imaginado la invasión que han perpetrado en nuestro vocabulario expresiones como 'cribado masivo', 'cierre perimetral', 'transmisión comunitaria', 'confinamiento voluntario' y muchas otras más.