Lunes. Cambios informáticos. De pronto me veo ahí, con mi libreta y boli siguiendo las instrucciones de alguien que habla por videoconferencia, que sabe y nos enseña y que menos mal que nos dice todo el rato «es muy fácil; es muy fácil». Tengo sueño y mirar el móvil es una tentación continua. La tecnología nos facilita la vida siempre que no nos la haga más difícil, que es a menudo. Los gurús dicen que hay que acostumbrarse a desaprender cosas. Yo me conformaría con aprender, con no tener sueño y con que dentro de unos días entendiera estos apuntes que tomo en una libreta de tapas amarillas. Como es una libreta consagrada a la informática no me deja escribir otra cosa. Trato de garabatear un aforismo pero nada, el boli también se niega a escribir. Pruebo a poner: «El comando F6 es vital en orden a resituar los elementos». Y me deja. Además me sale en letra legible y clara, como de rentista vivaracho que constata en su libro de cuentas que ha vendido cien vacas o tres fincas rústicas cerca del río Tajo.

Martes. Leo una crónica de Guillermo González Smerdou. Fresca y nervuda, vibrante, como él, 93 años. El otro día nuestro periódico, el suyo, lo homenajeó y premió su trayectoria. A las puertas del Thyssen: «Loma, a mí es que gusta escribir todos los días y así no ir con agobios, o sea que debéis tener siete u ocho entregas aún por publicar».

Miércoles. Almuerzo con dos escritores y sin embargo amigos. Con las almejas ya nos hemos puesto al día de las novedades editoriales que nos interesan. No están aceitosas, todo un milagro. Las almejas. Con el tartar de aguacate y atún ya estamos al tanto de los respectivos proyectos y con el pulpo frito nos damos al criquitiqueo, claro, que es una forma a veces poética de glosar las idas y venidas de conocidos. Me maravillo de que casi no hayamos hablado de política. Una lluvia fina, un calabobos de libro, se precipita sobre nuestras cabezas. Dectecto incluso un breve repiqueteo de las tazas de café. Esa débil precipitación que nos envía el cielo es como una señal de que no habrá copa ni sobremesa. Fantaseo un instante sobre cómo se bifurca la tarde. Me iré a casa a trabajar y trataré de ver por el camino algún adjetivo en desuso y buen estado. Pero la tarde podría haber sido otra. Tiene su envés. Su imaginario. Tres gin tonics habrían caído, calculo.

Viernes. Va ganando Biden, va ganado Biden por 255 a 214!, grita mi hijo por la casa. No estoy muy seguro de estar interpretando correctamente el papel que me corresponde en la perpetuación de la especie. La tele muestra un mapa de los Estados Unidos. Rafael, didáctico, me informa de que los señalados en rojo son «sitios» de Trump. «En el cole hemos hablado de que es un tramposo». Para mi tranquilidad, a la hora del baño, veo que tiene señales inequívocas de haber hecho un poco el cafre en el recreo. Dándose balonazos con otros analistas internacionales de su edad, supongo.

Mañana firmaré libros. Con mascarilla y distancia de seguridad. Noche de viernes. En el sofá, tras una copa de Pruno y el primer capítulo de Roadkill, con Hugh Laurie, pego una cabezada. Me da tiempo a soñar que al día siguiente en la firma conozco a un famoso escritor que luego me lleva de cañas y adverbios. Nos sorprende el toque de queda y volvemos a la feria. Del libro. A refugiarnos en una de las casetas, donde un personaje de Pérez Reverte, el agente Falcó, se ha infiltrado en el argumento de una bucólica novela decimonónica y la ha liado parda. Tratamos de poner orden. Pero de pronto llega una partida de escritores que también se ha ido de cañas. Los personajes decimonónicos nos acarician las mascarillas.