El lunes fui a Madrid por cuestión de trabajo. Hice la maleta, me pertreché de mascarillas y gel hidroalcohólico como si no hubiera un mañana, me hice de un salvoconducto para sortear los controles impuestos y me monté en los zapatos rumbo a la capital del reino. Pues bien, fui y volví en el AVE sin que nadie, absolutamente nadie, me preguntase dónde iba, el motivo de mi visita, o me tomasen la temperatura. Eso sí, fui completamente solo en el vagón. Desolador panorama que presagiaba un Madrid distinto al que siempre he conocido. [Nota del autor: Aprovecho desde aquí para solicitar la pena de muerte para el encargado de elegir las películas del AVE. Hay que ser muy inhumano, muy cabrón, para amenizar un viaje de tres horas con una cinta de cine conceptual checo. Así que sí. Te lo digo a ti si me estás leyendo. Mi venganza será terrible. Un día te encontraré, te amarraré a una silla y te obligaré a ver toda la filmografía de Carlos Bardem].

En fin. La cuestión es que ya desde el taxi (soy un cateto, no sé usar el metro) era fácil comprobar lo que la mayoría de medios nos repiten machaconamente: el mundo se va a la mierda. Calles desiertas, negocios y bolsillos cerrados, carteles de Se Traspasa como lápidas mortuorias, miradas al suelo, andares pesados, tráfico fluido, más silentes que canallas, aparcamientos ociosos, cantautores sin inspiración; y mucha policía, poca diversión. Ese es el nuevo Madrid, un calco de la ciudad española que usted elija, querido lector. La nueva normalidad, lo llamaron. Que nadie se quedaría atrás, nos dijeron.

Antes uno iba a Madrid a empaparse del exceso de lo que en su pueblo era anhelo. Fastuosas obras de teatro, suculentos restaurantes, deportes variopintos, algún que otro famoso, tiendas de todo lo imaginable, exposiciones no tan itinerantes, etc. Ahora uno va a Madrid y se encuentra el mismo drama del barrio elevado a la enésima potencia. De un mes a esta parte hay que quitarle la razón a Sabina: En Antón Martín ya no hay más bares que en toda Noruega. Y es que, como digo, antes uno viajaba al extranjero (Roma, París, Londres, Nueva York, Delhi, Punta Cana€) para disfrutar de gastronomías exóticas, bosques de ensueño, playas paradisiacas, y acabar reconociendo que lo de España es mejor pero con acento de aquí y sin pagar el peaje de un imán para la nevera. Ahora uno saca el pasaporte y se da de bruces con el esperpento de lo que no hace mucho fueron ciudades llenas de encanto, que nunca dormían y agasajaban al visitante con una oferta inagotable. Todo cerrado. Todo en liquidación.

Se lo han cargado, no van a dejar ni la ilusión por renacer de sus cenizas. Reuniones de diez, luego de seis. Cierre a las ocho, luego a las cinco. En casa a las once, luego confinados. Y así todo. Un desastre de gestión urdido entre políticos de medio pelo que juegan a ver quién mea más lejos sobre un camino enladrillado con más de 60.000 difuntos. Los gobernantes se pican entre ellos para ver quién impone la medida más inútil, se echan cojones, se ríen de nosotros y nos sumen en un estado de alarma semestral en el que está prohibido juntarse, manifestarse, elegir la educación de tu hijo o publicar mensajes que desestabilicen a este gobierno de incompetentes. Calladitos estamos más guapos y dejaremos un cadáver más presentable.

Antes las ciudades nunca dormían. Ahora duermen y tienen pesadillas, porque los políticos marchitaron nuestros sueños al son de una locura.