el malestar con la realidad ha incendiado la imaginación. Esa es, al menos, la tesis de Bruno Maçães -antiguo ministro portugués para Asuntos Europeos- en relación a los Estados Unidos, pero podría referirse a todo Occidente. El malestar tiene un doble rostro: mira a izquierda y a derecha, a lo viejo y a lo nuevo. Para unos -las elites progresistas-, la realidad consiste en un mundo insoportable de dogmatismo religioso, contaminación medioambiental, heteropatriarcado, racismo y todo tipo de valores reaccionarios. Para otros, en cambio, lo intolerable es la agresividad del dictado progresista que permea toda la sociedad: de los colegios a las universidades, de las series de ficción a las nuevas normas legales, de las películas de Hollywood a la neolengua que se impone en los medios. Son dos mundos que se dan la espalda entre sí y que difícilmente se reconocen en un territorio común porque, más allá de las diferencias y las semejanzas, su universo simbólico se ha fragmentado de un modo radical. Sin embargo, la guerra cultural se juega precisamente en ese espacio indefinido de las emociones y las creencias, que no es cuantificable ni encuentra su punto de equilibrio en la campo de la moderación. Son ideas que proceden de los rincones más íntimos de la personalidad, de zonas de fe que no admiten la ironía ni requieren excesivo apoyo en la realidad, puesto que se sienten más que son.

Ese mundo tenuemente irreal que proyecta sin cesar miedos, nostalgias y esperanzas es el que nos define. Los proyectos transformadores han dado paso a los relatos, los hechos a las buenas intenciones. Maçães llega a hablar de la política convertida en reality show entre continuos picos de audiencia. Y la realidad sería su plató. Hay algo aterrador en esta lectura: una regresión freudiana que nos convierte en eternos adolescentes incapaces de asumir las frustraciones y los retos que exige el presente. Sin embargo, también hay un reconocimiento de lo que sucede ante nuestros ojos, una honda divisoria que divide la sociedad en dos partes. O en muchas más, si pensamos en las múltiples identidades que pueden llegar a distinguirse.

Los resultados de las elecciones americanas nos hablan de una nación fragmentada, pero mucho más de la preponderancia de los extremos. La victoria de cualquiera de los dos candidatos -y todo apunta a que va a ser Biden al final- refleja el escapismo propio de una imaginación que no se reconoce en la realidad, sino que quiere borrarla ya sea atrasando o avanzando el reloj. Y mientras tanto -al igual que sucede con la pandemia-, el Lejano Oriente toma la delantera como baluarte de la precisión técnica por encima del respeto a las libertades individuales. Unos piensan a cinco o diez años vista y reducen la pobreza en millones cada año. Otros pelean por imponer una determinada visión ideológica sobre la del contrario, por destruir más que construir. De la guerra cultural vamos a salir empobrecidos y mucho más frágiles. Porque, al final, los credos terminan traduciéndose en decepción y los sueños utópicos dan lugar a la pesadilla. Los grandes mitos sustentan una civilización. Los falsos mitos, en cambio, la corrompen y la humillan. De estas elecciones, ni los Estados Unidos ni Occidente han salido reforzados. Esta es casi una certeza.