No nos queda otra que aprender o acostumbrarse a echar de menos a la gente que nos queda lejos y a los que no podemos tener cerca; echar de menos las cosas que hace unos meses hacíamos como parte de la rutina sin darnos siquiera cuenta y que ahora nos resultan extraordinarias, prohibidas, salvajes o simplemente imprudencias; como quedar con los amigos, salir a la calle sin mascarilla y respirar tranquilo, besar en un saludo o un cariño a conocidos o para conocerse, abrazarse al ver o al despedir al que se quiere.

Han ido pasando las estaciones y el virus no se ha bajado en ninguna parada obligando a vaciar los vagones sociales más concurridos, llenándolo todo de vacío.

En las oficinas, las aulas, los bares, las calles, los cines y los teatros resuena el eco del último tumulto como un fantasma cansado de sí mismo. Ya no hay colas esperando nada bueno, el último que llega a cualquiera coge turno esperando realmente ser el último y al rato llega otro que se para lejos y quiere lo mismo: que avance la fila más rápido de lo que crece.

No nos queda más remedio que seguir echando de menos hacer planes y que nos sorprendan, asumir que la realidad se ha reducido al corto plazo, a qué pasará mañana y a que pase pronto hasta que mañana sea de verdad el día siguiente, es el día en que todo de verdad cambie y vuelva a ser como antes y nos traiga de nuevo la locura de vivir sin medirlo todo, sin pensar a cada rato lo que nos falta, sin fingir que no pasa nada o sin sumirse en todo lo que pasa.

Por echar de menos echaremos de menos hasta la lógica que tanto brilla por su ausencia en estos días grises de otoño en discursos, medidas, críticas y debates electorales y televisivos.