Se acaba de publicar por orden de la vicepresidenta primera del Gobierno el llamado Procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional. El título llama la atención y requiere de una dosis extra de justificación. En una democracia se encienden las alarmas si a un organismo gubernamental se le atribuye la función de combatir informaciones falsas, porque puede ser el primer paso para decidir desde el poder sobre la verdad o mentira de las noticias.

El citado procedimiento se enmarca en un Plan de Acción para la lucha contra la desinformación, aprobado por el Consejo Europeo en 2018, y que incluye una serie de medidas para hacer frente a las actividades deliberadamente dirigidas a desinformar durante los procesos electorales europeos y nacionales. Por tanto, no se trata, cómo quiere hacer ver la derecha, de una iniciativa del gobierno socialcomunista y bolivariano de Sánchez para establecer un Ministerio de la Verdad y perseguir a la oposición y a los medios de comunicación que no le son afines. El problema cierto es que con el surgimiento de las redes sociales en internet determinados grupos políticos e incluso gobiernos se ha dedicado a difundir bulos, documentados con imágenes falsas, para interferir en la voluntad de los ciudadanos a la hora de su participación política. Se vio en las elecciones presidenciales de hace cuatro años en Estados Unidos o en España con motivo del referéndum independentista catalán o más recientemente, con el fenómeno migratorio o con la Covid.

La Comisión Europea define la desinformación como «información verificablemente falsa o engañosa que se crea, presenta y divulga con fines lucrativos o para engañar deliberadamente a la población, y que puede causar un perjuicio público». En consecuencia, se busca combatir una actividad especialmente nociva, porque se rodea de verosimilitud, al apoyarse en fotos y videos trucados o que no se corresponden con la noticia escrita, y además tiene una gran capacidad de diseminación a través internet.

Dicho esto, no se entiende cómo una de las tres líneas estratégicas de aquel Plan Europeo y que España asume sea «fortalecer la libertad de expresión y el debate democrático, examinando la libertad y pluralismo de los medios de comunicación, así como el papel de la sociedad civil». Se supone que se trata de analizar las noticias falsas, su origen, transmisión e impacto en la sociedad y para ello no se necesita examinar la libertad y la pluralidad de los medios de comunicación. Es como si para combatir las falsificaciones de prendas y a quienes las produce se examina la libertad y variedad de todos los fabricantes de ropa.

La libertad y el pluralismo de los medios de comunicación es vital para la democracia. Si el pluralismo informativo se produce de manera espontánea, el poder público debe abstenerse de intervenir. Si por razones técnicas se necesita una previa regulación estatal, caso de las radios o de las televisiones, el poder público debe actuar para ordenar las frecuencias de los canales y devolver a la sociedad civil esos medios mediante una asignación objetiva y razonable. Si se entendiese que ese pluralismo de radio y televisión es insuficiente, el poder público podrá crear medios de titularidad pública, pero garantizando dentro de los mismo un pluralismo interno, de manera que, tal como demanda la Constitución en su art. 20.3, puedan acceder a él los grupos sociales y políticos significativos, que reflejen el pluralismo de la sociedad. La desinformación se combate con más información producida por medios de comunicación fiables. Sin ellos no hay democracia.

El problema no son los medios de comunicación tradicionales, aunque siempre hay la tentación del gobierno de interferir en los medios y también de éstos en condicionar su línea editorial a cambio de dádivas publicitarias o de otro signo. El asunto se complica cuando en una democracia se denigra desde el poder a la prensa, radio y televisión, señalándoles como enemigos del país, tal como ha hecho Trump durante su mandato.

El verdadero problema, y es el que se intenta atajar con el procedimiento ahora aprobado, procede de las redes sociales. En principio, su aparición es de un enorme beneficio para la democracia; crea nuevos canales de comunicación, aumenta la libertad de expresión y la información es multidireccional y no unidireccional y vertical, de la prensa a los ciudadanos. Sin embargo, encierra una triple preocupación: en primer lugar, la información tiene su origen en cualquier parte, fluye globalmente y muchos de sus destinatarios no se preocupan por su fiabilidad, sino por su conformidad con lo que ya piensan sobre el tema. En segundo lugar, prensa, radio y televisión actúan condicionados por las redes sociales, de manera que con demasiada frecuencia utilizan a éstas como su fuente de información, en lugar de contrastar las noticias y, en tercer lugar, los políticos se informan cada vez más en las redes sociales, haciendo declaraciones en base a esa información sin reposar y, lo que aún es más grave, se constituyen en fuente de información en las redes sociales, difundiendo noticias falsas o dando por buenas las falsas. En este caso, de nada vale la lucha estatal contra la desinformación si es el propio poder el que desinforma masivamente y miente. El comportamiento del presidente Trump y su uso de las redes sociales es un ejemplo extremo, pero puede encontrarse también en partidos y gobiernos populistas europeos.

Para aquellos que claman contra el control de las redes sociales hay que recordarles que la libertad de información sólo garantiza la información veraz, aquella emitida con un esfuerzo de verificación, aunque luego se demuestre falsa, pero no la información directamente mendaz, construida con mentiras que el emisor ha fabricado o no se ha molestado en contrastar.