Los números verdes, por el fósforo, de los minutos van cayendo para convertirse en horas. Me refiero a las horas del despertador de mi mesilla de noche, un modelo analógico que me acompaña desde hace treinta años. El sueño no llega. Quizá ha cogido un atasco, quizá ha empezado a dormir a la gente que vive en los números pares de mi calle, siendo que yo vivo en uno impar, el caso es que llevo dos horas en la cama y no me duermo. Tengo la boca seca por los ansiolíticos. Las encías, la lengua, el paladar y la garganta parecen de cemento. Imagino que se me seca también la tráquea. Luego, el aparato digestivo se convierte en una especie de tubo de hierro. Sin darme cuenta, creo que estoy llevando a cabo un ejercicio de relajación, pues también las piernas y los brazos se han convertido en pura piedra y pesan mucho, igual que la cabeza. Solo que, en lugar de dormirme, que era lo que pretendía, me muero.

Muerto estoy.

Aparece entonces un joven que dice pertenecer al departamento de recursos humanos del periódico. Me pregunta a quién prefiero que encarguen la necrológica. Se me ocurren dos o tres nombres, pero me parece mal ponerlos en ese compromiso. No hagáis nada, le digo telepáticamente. El de recursos humanos duda.

-Debo insistir -dice.

-No insistas -ruego yo.

Me habla entonces de la existencia de una necrológica estándar, sin firma, que sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Le digo que, si sirve para un roto, me viene bien. Me pregunta si quiero que me la lea y le digo que no, pero de todos modos me la lee. La necrológica me atribuye unas supuestas virtudes de todo a cien y remata enseguida la faena relatando un par de anécdotas biográficas de las que no guardo memoria porque son de cualquiera.

-Pondremos una foto a dos columnas, añade, para compensar los lugares comunes del texto.

En esto, de forma misteriosa, las glándulas salivales comienzan a funcionar y se me humedece la boca y regreso a la vida. Pero el sueño sigue sin llegar.