Renfe recomienda que no se hable en los trenes. Se expande el Covid. Con la cantidad de veces que, sentados ya en el vagón, hemos elevado plegarias al cielo para que no nos tocara un pelma al lado. Se acabó el peligro. Hay gente que no se sube a un tren o a un avión porque no va a aguantar las dos, tres o cinco horas de trayecto sin fumar. Pues ahora los habrá que eviten el viaje en tren si no pueden hablar, cascar, relatar, proferir, vociferar, dar tres cuartos al pregonero o castigar a la sin hueso. También disminuye la posibilidad de ligar, aunque no conviene restar posibilidades al lenguaje gestual, muy gráfico si se tercia. Ahí es nada que nos toque al lado un bombón o bombona, un guayabo o piba y tengamos que estar en silencio. Incluso en esas veces que, espantando la timidez, creemos tener una ocurrencia digna de compartir.

Viajar en tren siempre ha tenido mucho de romántico, aunque a mí el romanticismo que me gusta es el de primera clase, coche cama individual, comedor con manteles de hilo y cubertería de plata. Que si el señor va a querer otro Oporto. Ahora va a ser un romanticismo mudo. Ya lo era en parte, cada cual con su tablet, sus teléfonos y auriculares. Pero de cuando en cuando sonaba el móvil, y ya todo el vagón compartía las cuitas oficinescas, amatorias o laborales del sujeto en cuestión, que podía pasarse de Antequera a Ciudad Real o de Vigo a Oviedo rajando del jefe o contando la operación de apendicitis de Florita, la hija del Esteban, que tanto ir de flor en flor para acabar casándose con un militarote cejijunto que resultó un tanto aficionado a la ginebra matinal y que ahora está muerto de asco destinado en Villa Sauce de las Castañetas, que no sé, hija, qué memoria la mía, si es Palencia o Soria.

Ya sabíamos que algunas palabras transmitían odio o rencor. Ahora sabemos que también pueden propagar un virus. Los salivacillos o esputos y esputines contienen ese virus si lo padecemos y al hablar, sobre todo en tono alto, contagiamos. Más vale callar. Contra lo que algunos creen el silencio no es malo para la salud. Ni producirlo ni oírlo. Eso sí, podemos asistir en las estacione a verdaderas explosiones de palabras y palabrería, con viajeros que tras el obligado silencio lleguen a su destino locos por hablar. Empezarán entonces charlas infinitas, cadenas de frases y palabras que el oyente y el viento irán consumiendo. No es pérdida menor que ya nadie vaya a decir «yo me bajo en la próxima, ¿y usted?». La vida se ha vuelto un vagón de silentes.