Hemos echado el cierre. Las calles están vacías y las tardes dibujan estampas centroeuropeas ante la persiana bajada de los bares y comercios más populosos. El toque de queda ya no es la noticia de otro país que vomita el telediario. Es un apagón al que ya no asistimos tan extrañados como las primeras veces. Hemos echado el cierre pero desconocemos si lo hemos hecho para disminuir la presión de los hospitales y salvar vidas o para salvar la Navidad.

Hace semanas que ciertos políticos han proclamado con un afán repetitivo que era preferible «cerrar en noviembre para luego poder abrir en diciembre». Como si las calles en las que se propaga el virus tuviesen complejo de caja registradora. Y eso, cuando menos, te hace desconfiar o sumirte en una sensación de peligrosa indefensión que se remite al afilado antecedente veraniego. ¿Por qué hemos, entonces, cerrado? ¿Por pandemia o por Navidad? ¿Alguien lo sabe?

Por mucho que la pandemia nos haya cambiado al trastocar nuestros hábitos del modo que lo ha hecho, somos al fin y al cabo animales de costumbres. Las fiestas navideñas nos guiñan en algún lugar del subconsciente como esa brújula fronteriza -entre el otoño y el invierno o la austeridad y el consumismo- que siempre fue. Y, como por estos lares sureños no somos propensos a los intermedios tonos grises, ya hay reacciones para todos los gustos que saltan desde el blanco hasta el negro frente al incierto panorama abonado a las restricciones que ahora mismo está vigente.

A estas alturas, aún existen -y no son pocos- quienes no pierden la esperanza de celebrar las tradicionales comidas con la familia, los amigos o los compañeros de trabajo. En cambio, también están los que, al despedirse de sus allegados en vísperas del actual cierre perimetral, prácticamente les felicitaban el Año Nuevo con la seguridad de que ahora nos encierran para una buena temporada. Así somos. Criaturas humanas que transitan con convencimiento por el extremo del alambre que nos atrae en cada situación. Por si acaso, Feliz Navidad.