En mi ciudad están poniendo la iluminación de Navidad, imagino que igual que en la suya, que igual que en todas. Cuadrillas de operarios llevan varios días instalando unas luces anticipadas que quizás van a alumbrar durante dos meses una calles llenas de ausencia, pobladas nada más que por los fantasmas de otras navidades que fueron mejores aunque entonces no lo vimos y no lo supimos apreciar en su justa medida.

Pocas metáforas más certeras del desconsuelo que estamos transitando que una calle alegremente iluminada para la tristeza, para un vacío de persianas bajadas, bares cerrados, gente confinada por el toque de queda que quizás mira con melancolía desde la ventana y desde el pasado, esperando que la vacuna, el milagro de la ciencia, nos devuelva la rutina, la vida, aquello tan habitable que una vez tuvimos.

La última encuesta del CIS nos ha hecho conocer los diáfanos números del desaliento. Según los datos más recientes, el sesenta por ciento de los españoles teme que nunca volvamos a recuperar nuestra vida tal y como fue antes de la pandemia; ocho de cada diez siente inquietud al ver las calles y comercios vacíos, y el mismo porcentaje confiesa sufrir «intranquilidad y temor ante el futuro». Por más que se le ilumine, añadiría yo, por más que se siembre de bombillas el falso cielo del final del otoño, el futuro nos da miedo porque es más incierto que nunca. Por eso tenemos, casi todos, temor al porvenir, y aunque la encuentra no lo pregunte, tememos también al presente, a esta angustia de estar encerrados, aislados, solos, ocultos y esquivos, lejos de los demás y también de nosotros mismos, y nos preocupa seguir estándolo cuando lleguen esos días en que nos echaremos más de menos.

Yo nunca he sido un entusiasta de las navidades, pero cuando llegaban sus días, una tarde, por hacer lo contrario de mi ánimo y mi natural inclinación a estar quieto entre la quietud de mis cosas, iba al centro de la ciudad y me dejaba envolver por el barullo de las compras, los villancicos, la estridencia de la iluminación y el decorado. Buscaba también un hueco en una confitería abarrotada y me entregaba al placer de unos dulces de temporada, los borrachuelos, los roscos, quizás también mazapán. Era la Navidad entonces lo que debía ser, un exceso, una hipérbole, una alegría que nos imponíamos a nosotros mismos y de la que este año, quizás el año peor que podamos recordar, solo nos va a quedar la frialdad de unas luces iluminando la nada.