A quienes no nos falta de nada no está mal que nos recuerden que, probablemente, la comida fuera el primer patrimonio del hombre desde sus orígenes más primitivos. Y es que, por muchas dedicaciones que uno le preste al lapso que media durante el movimiento de rotación, comer, lo que es comer, como diría el gran Gregorio, «tendremos que comer». Y en tanto que de no comer uno se moría, el almacenaje de víveres también debió de ser una de las grandes cuestiones que preocuparon a nuestros ancestros más antediluvianos. Ahí siguen brillando los ejemplos literarios más naturales, como la hormiga de Esopo, tan capitalista, tan acumuladora ella, frente a la cigarra que vivía de las subvenciones y de lo que a diario sacaba en negro hasta que los futuribles horizontes se tornaron más que turbios. ¿Pero cómo guardar sin tecnología? Por su cotidianeidad tan rutinaria, hemos llegado a olvidar la esencialidad del frigorífico: aquellos primeros pobladores que conseguían medirle el lomo al mamut a base de palos y a cuenta, como daño colateral, de alguna que otra baja en el censo de la tribu lloraban por un ojo desde la alegría del condumio asegurado al momento, mientras que, por otro lado, soportaban la impotencia de no saber cómo conservar los restos. Desde los ecos de mi niñez más lejana, miles de chascarrillos costumbristas, sociales y religiosos acontecían en torno a la mesa. Mi bisabuela fue la primera en hacerme oír que «con la comida no se juega» y, paralelamente, que con el pan tampoco, porque «el pan -decía- es del Señor». Y, por aquel entonces, yo no sabía si cuando decía "el Señor" se refería a mi abuelo, a mi bisabuelo o a su potencialidad como elemento de la Consagración. Mi generación también vivió con la tonadilla de "niño, cómete todas las espinacas o se pondrán tristes los negritos de África". Una bienintencionada pedagogía del hambre que dejaba mucho que desear, sobre todo por el localismo implícito, que, a edades tan infantiles, te hacía identificar el problema con la raza desde una simplona equivalencia que nadie, salvo la futura madurez, se encargaba de aclarar. Don Ángel, profesor de aquellos años privilegiados desde los que hoy brilla la EGB frente a otros engendros alternativos, también nos refería la costumbre de nuestros mayores de dejar cada día el pan sobrante de sus establecimientos de alimentación en algún sitio digno donde lo pudiera rescatar aquel que lo necesitara, y ello porque, decía, «en la guerra se pasó mucho». Y de nuevo, cuándo decía «pasó mucho», yo me preguntaba, ¿qué es lo que pasó?, hasta que el tiempo te volvía a vincular esa expresión tan inacabada con lo implícito del hambre, y uno se acordaba, de nuevo, de los negritos de África, y se preguntaba si, quizá, estuvieron aquí en la guerra. Es lo que tiene abusar de lo sobreentendido, que la infancia curiosona, desde el prudente silencio, llena sus lagunas como puede. En el tren de cercanías, un guardia civil jubilado me comentaba, hace ya muchos años, que el mayor lujo asiático de su infancia era dejar caer una sandía en el agua fría de la alberca para refrescarla y tomársela después. Sin embargo, hoy por hoy, en nuestro primer mundo, la tarrina de micuit de águila imperial con costrini macerado de gamba norteña se nos caduca en la nevera sin que nos demos mísera cuenta. Cuesta, generalmente, imponer el acabado de los platos a la infancia sobrada de todo, lo que no gusta se tira y se sustituye por lo que gusta, la naturalidad del producto cae en detrimento de la metonimia alimenticia de las marcas y, por supuesto, difícilmente uno escucha a los menores hablar de África mientras los ves escudriñando por YouTube secciones de tipejos cuya afición y oficio les lleva a publicitar el reto de probar cuánta comida son capaces de jalarse en el menor tiempo posible, como si de un deporte se tratara, haciendo turbio ejemplo y nefasta valoración del más primario de los bienes en una época hostil donde los comedores sociales y los bancos de alimentos se las ven y se las desean para salir adelante, una época en la que, sin duda, hemos olvidado, desde los espacios de lo cotidiano, dejar cabida a una sana pedagogía del hambre.