Cada mes recibo puntualmente un correo electrónico de Google en el que se detalla mi ´timeline´, es decir, algo así como el cronograma de los lugares que he visitado y los kilómetros que he recorrido a lo largo del mes. Supongo que millones de personas en todo el mundo viven la misma experiencia. La información es tan exhaustiva que recoge los países visitados, las ciudades y los lugares, contabilizados con una exactitud que pone los pelos de punta: restaurantes, tiendas, comercios, calles... Mi ´timeline´ no se olvida de recordarme los kilómetros que he recorrido a pie ni los kilómetros que he recorrido en coche. Y por si mi memoria fuera débil o traicionera, el amable algoritmo de Google me facilita un mapa que sitúa cada uno de mis movimientos. Y acto seguido, me suministra fotos de los lugares que he visitado: cierto restaurante en el paseo marítimo de una localidad costera del Algarve, un café de Valldemossa, cierta tienda en el centro de Palma...

Por si me cupiera alguna duda, la cronología me facilita una información detallada sobre mis movimientos diarios. El martes 6 de octubre de 2020, por ejemplo, recorrí 22,6 kms en coche, caminé 1 hora y 31 minutos y recorrí 1,9 kms en bicicleta (en los que invertí 8 minutos justos de mi vida). Fascinado como estoy por este recuento exhaustivo de mi vida, que incluye hechos y lugares que ya había olvidado, de repente me doy cuenta de que esa cronología incluye un recorrido en bicicleta que yo no he hecho. Que yo recuerde, hace siglos que no cojo una bicicleta, cosa que agradecerán los concejales de Movilidad y los conductores ajetreados de las ciudades por las que paso. Pero entonces, ¿cómo aparece en esa cronología de Google un recorrido de 1,9 kilómetros en bicicleta? Y entonces, devanándome los sesos, recuerdo que mi hijo estuvo unos días usando mi móvil porque le habían robado el suyo, y por lo tanto fue él quien recorrió esos 1,9 kilómetros en bicicleta aquel martes 6 de octubre de 2020.

No sé si nos damos cuenta de que esta cronología exhaustiva de nuestros movimientos forma parte de una experiencia absolutamente inédita en la historia de la humanidad. Siempre ha habido gente obsesionada por registrar sus movimientos y que anotaba cada día en su diario los lugares que había visitado o las personas con las que había coincido (Samuel Pepys lo hizo durante varios años de su vida, aunque usaba a menudo un código secreto para evitar posibles miradas indiscretas). Y por supuesto, todos los regímenes totalitarios del siglo XX han intentado controlar a sus ciudadanos, sobre todo a los más díscolos y peligrosos, vigilando sus movimientos y consignando todas y cada una de sus actividades: la policía secreta era la encargada de hacerlo. Pero ahora no se trata de una policía secreta ni de los servicios de inteligencia de un país, sino de un algoritmo perteneciente a una entidad privada -Google- que va acumulando toda esa información sobre nuestros movimientos y recorridos y visitas y desplazamientos. En algún silo informático donde Google deposita sus monstruosos almacenes de datos -quizá en Finlandia, quizá en el norte de Chile o en mitad del desierto de Nevada- se conserva el dato (falso) de que recorrí 1,9 kilómetros en bicicleta el martes 6 de octubre de 2020. Esa información podría tener cierto interés -dadas las piruetas con que la vida se complace en sorprendernos- para la policía o para cierta empresa de Recursos Humanos o simplemente para alguien que quisiera chantajearme o espiarme o perjudicarme. En cualquier caso, es una información aparentemente inocua que podría dejar de serlo si se dieran determinadas circunstancias (yo qué sé: un crimen, una relación sentimental, una transacción económica importante). Y por supuesto, ese dato trivial almacenado entre trillones y trillones de datos triviales podría llegar a valer mucho dinero. La información, toda información -eso ya lo sabemos desde hace mucho tiempo-, puede llegar a ser muy valiosa si cae en las manos adecuadas, que siempre suelen ser las menos escrupulosas. Quizá podría costarnos una condena injusta en un juicio. O un despido laboral. O una acusación infundada que podría poner en peligro nuestra carrera profesional o nuestra vida privada. Está claro que somos responsables de que se sepan esas cosas porque hemos autorizado la ubicación por GPS de nuestro móvil. O al menos, somos responsables hasta cierto punto. Pero resulta muy inquietante que esos algoritmos de Google -monstruosos, insomnes, insaciables- conozcan nuestra vida mucho mejor que cada uno de nosotros.