Acabo de terminar una conversación telefónica con un buen amigo al que había llamado para saber sobre él, su familia. Hace ya más de un mes que no hablábamos. Casi al inicio de la conversación ha salido un tema de conversación muy interesante que a mi amigo le atañe mucho por cuestiones familiares: el posible cierre de escuelas de educación especial donde se educan y forman a niñas y niños con dificultades.

Su tesis es que los padres deben tener la oportunidad de elegir entre un modelo de escuela y otro. Que muchas madres y padres están encantados con su escuela, tal como es ahora. Por lo tanto, la administración debe facilitar a las familias que elijan entre un modelo de educación especial u otro inclusivo.

Mi tesis, en cambio, es que el Gobierno ha hecho una apuesta ideológica con una posible base científica que demuestra que la inclusión de esos niños en la escuela normal potencia sus habilidades y hace una sociedad mejor. Que el cambio será beneficioso.

Una posición, la del amigo, es más conservadora (las cosas funcionan bien, dejémosla estar) y la mía más progresista, arriesgada (y no por ello ni mejor ni peor).

Lo que más me ha chocado ha sido nuestra incapacidad para conversar, para intercambiar ideas, para enriquecernos mutuamente. La conversación ha acabado con un bueno, bueno, lo dejamos, voy a seguir viendo la televisión. Un triste, melancólico adiós. Mi intención de saber cómo estaba, pasar un buen rato ha quedado ahogada por la discrepancia.

Mi amigo me acusa de querer imponer mi razón. Me preocupa mucho que eso sea así, tengo que contrastar con otros buenos amigos conversadores si tienen esa opinión que, en su caso, deberé rectificar. Para conversar bien no se puede imponer, se debe argumentar.

Ya no quiero hablar más, me ha dicho. En un momento de la conversación, le he manifestado que iba a intentar hacerle cambiar de opinión. No, no, déjalo y ha querido matar la conversación. He logrado mantenerla, a duras penas, quizás cinco minutos más, pero ha durado bien poco.

A mí juicio era una conversación enriquecedora, con dos puntos de vista diferentes, con dos formas de debatir, de exponer las ideas distintas. Para mí amigo, oído lo oído, la idea de seguir conversando se ha vuelto insoportable.

No le culpo, ni me culpo. Expongo en estas líneas una situación que creo que se repite en familias, círculos de amigos, trabajo. Queremos escuchar al que opina igual que nosotros. Lo demás, lo que discrepa, nos incomoda. Una sociedad que deja las conversaciones tiene que ser, necesariamente, una peor sociedad. Lo que sí sé con absoluta certeza es que una vida en la que tienes que dejar las conversaciones a medias y de mal rollo es una peor vida.

Como escribe Jonathan Haidt en ´Las mentes justas´, la moralidad, la ideología [la que cada uno tiene, se va construyendo a lo largo de la vida] une y ciega. La moralidad nos une en ´equipos ideológicos´ que batallan legítimamente en la defensa de sus creencias e intereses. Pero nos ciega, porque no impide ver que en el otro bando hay ideas, creencias e intereses de buenas personas que tienen cosas importantes que decir y que nos pueden ayudar a mejorar nuestras propias ideas con sus aportaciones.

En mi caso, voy a intentar seguir manteniendo las conversaciones. Para mí es un asunto de vida o muerte. Literalmente.