Este es un país en el que los enmascarados gozaron siempre de gran reputación hasta que llegó la actual epidemia a ponerlo todo patas arriba. Por intentar que los madrileños se desenmascarasen prohibiéndoles el uso de la capa y el sombrero de ala ancha, un suponer, el marqués de Esquilache perdió su cargo de ministro principal de Carlos III, hace de esto ya más de dos siglos. Un motín que acabó llevando el nombre de Esquilache amenazó entonces al mismísimo Palacio Real, lo que acaso dé idea de lo arraigadas que están ciertas tradiciones en España. El pobre Leopoldo de Gregorio, que así se llamaba el aristócrata, no tuvo mejor ocurrencia que vedar a los súbditos del Rey el uso del sombrero chambergo, «de forma que en ningún modo vayan embozados ni oculten el rostro». Lógicamente, acabó desterrado en Nápoles. Tampoco el Gobierno parecía, en principio, muy partidario de que los españoles ocultasen la cara bajo una máscara para protegerse y proteger a los demás. Al final acabó haciéndola obligatoria hasta en los descampados. En descargo de la autoridad competente será justo decir que su inicial opinión sobre las mascarillas la compartían la Organización Mundial de la Salud y no pocos científicos de mucho doctorado y máster. Algunos de ellos llegaron a desaconsejarlas por motivos de orden higiénico. Sostenían que su mal manejo al ponérselas y/o quitárselas podría favorecer la transmisión del bicho, en lugar de limitarla. Ni siquiera faltó quien aportase razones de tipo psicológico, precisando que darían una «falsa sensación de seguridad» a los que se embozasen. No es de extrañar, pues, que el Gobierno central y los reinos autónomos tardasen algunos meses en decir digo donde habían dicho Diego, para decretar finalmente el uso imperativo de estos tapujos faciales. Cierto es que podrían haber atendido, más que a los expertos, a la experiencia de los países de Asia, donde suelen emplear las mascarillas como un complemento más del atuendo. Pero tampoco se puede estar en todo. El caso es que las máscaras prescindibles «para los sanos» -según precisó la autoridad sanitaria en su momento- pasaron a ser indispensables y obligatorias tan pronto hubo disponibilidad suficiente en el mercado. Lamentablemente, el precio de los embozos, gravado con un 21 por ciento de IVA, no estaba al alcance de todos. Muchos se malician que eso limitó su eficacia, en la medida que eran -y son- utilizadas durante más tiempo del aconsejable para desecharlas. Con el retraso habitual, aunque nunca es tarde, el Gobierno ha decidido reducir a un 4 por ciento el tributo de las mascarillas, a la vez que bajaba el tope de su precio. Ambas medidas habían sido adoptadas semanas o meses atrás por otros países europeos como Alemania, Italia o nuestro vecino Portugal, que se acogieron a una autorización emitida en abril por la Comisión Europea. Aquí, erre que erre, la ministra del ramo insistía en que ese IVA no se podía bajar, hasta que lo bajó. De la extraña peripecia de las mascarillas de quita y pon no queda sino deducir que este país es un baile de máscaras desde los lejanos tiempos de Esquilache. Y ya habrán visto que al público en general le toca bailar, como siempre, con la más fea