Estamos en venta y nadie vendrá a salvarnos. En Manacor, más de doscientos comercios han lanzado una campaña publicitaria de protesta contra el confinamiento impuesto a la ciudad. Uno de sus eslóganes reza así: «Es traspassa Manacor al complet. Motiu: 15 dies més de confinament». Al enfado por la inutilidad de las medidas decretadas por el Govern Balear -medidas que en la práctica suponen una ficción, ya que nadie las cumple-, se suma una realidad todavía más preocupante, como es la destrucción del tejido comercial de la localidad. Y de toda la isla, claro está. Se diría que, sin turismo ni industria, nos han puesto en venta. O nos hemos puesto nosotros mismo en venta, tanto da. Estamos en venta y eso quiere decir que pronto seremos mucho más pobres de lo que ya lo somos, aunque no lo queramos reconocer. Confiar ahora en la generosidad de nuestros socios europeos tiene algo de esa candidez arrogante que ha caracterizado nuestra historia desde hace siglos. Nuestros mejores hombres soñaban con hacer las Américas -Cervantes, por ejemplo, aunque no consiguió el permiso para irse- y era el oro americano lo que garantizaba la prosperidad del país. España nunca fue realmente rica, ni siquiera cuando contó con unas circunstancias favorables. Cabe pensar que se debió a la geografía -a la ausencia de ríos navegables, a unas tierras menos fértiles que las italianas o las francesas-, pero seguramente tuvo más que ver con una ideología que premiaba la hidalguía y desprestigiaba el trabajo manual. No es casual el grito existencial de un Miguel de Unamuno, que reclamaba el espíritu para España y la ciencia para los europeos. Su lema, «Que inventen ellos», sigue por desgracia de actualidad.

Con la escuela en manos de las peores corrientes antiintelectuales y con una clase política empeñada en practicar el escapismo, el futuro de nuestro país presenta un aspecto cada vez más devastador. Podría decirse que es España entera la que se traspasa a precio de saldo. Tanto da si son las cotizadas del Ibex o la pequeña empresa, si es nuestro capital humano -dirigiéndose ya hacia el exilio laboral en estampida- o la calidad de los servicios, todo parece estar en venta. Hay algo fantasmal en las ciudades, como si hubiera caído una bomba de neutrones: sus calles vacías del centro al llegar la tarde, con los hoteles y los restaurantes cerrados, los comercios liquidando existencias, los polígonos convertidos en territorio comanche y el cielo limpio sin aviones de turistas.

Estamos en venta y todos sabemos lo que esto significa: la ausencia de futuro. No es un proceso distinto al que han vivido otros países. Josep Melià, en un artículo que escribió hacia los años ochenta, explicaba que el éxito del modelo turístico balear se debía a su carácter transversal -la propiedad estaba en manos de la clase media- y lo contraponía al modelo del «todo incluido» que se había impuesto en el desarrollo turístico del Caribe, donde la propiedad rara vez estaba en manos nativas. El cambio, en estos últimos cuarenta años, ha sido a peor.

Y el peligro evidente es que, con la pandemia, se acelere este proceso de descapitalización y nos convirtamos no en una sociedad de propietarios, sino en un país sometido a nuevos latifundios, como ya estuvimos en el pasado, cuando éramos pobres e incultos, pobres y analfabetos, pobres y sin futuro.