Es bien sabido que la democracia, como en la parábola del hijo pródigo, tiene a honra preocuparse en acoger e integrar a los descarriados, incluso a aquellos que si tuvieran opción de alcanzar el poder se emplearían de inmediato en dinamitar los cimientos del sistema. Cogiendo por los pelos ese precepto, el Gobierno de coalición se ha embarcado en el proceso de blanquear a Bildu, la marca política de lo que fue ETA (si bien es cierto que el maremágnum posetarra agrupa en el mismo redil a distintas especies, pues con los lobos conviven hienas y chacales). Si lo hiciera abrazado al buenismo de procurar la mejora de la calidad democrática del país y en la creencia infantilista de que dar carrete a Bildu es finiquitar definitivamente la sangrienta marca terrorista, tendría un pase tamaño arranque de candidez. Pero el acercamiento a esas siglas solo responde al interés de la aritmética presupuestaria, a la necesidad de sacar adelante las cuentas estatales al coste que sea. A Sánchez le da igual abrir la valla que encierra al rebaño para que entren los lobos, con tal de que el cánido le permita seguir pastoreando. Hasta que se quede sin ovejas. Mientras, en el PSOE, salvo un par de voces discordantes, se bendice el silencio de los corderos. Qué se puede esperar de un personaje que en septiembre de 2019 dijo que no podría dormir si se viera obligado a pactar con Unidas Podemos y meses después hizo un sitio a Pablo Iglesias en su cama. A nadie extrañe pues que ahora pactar con Bildu no le quite el sueño, aunque esa decisión provoque un incendio de considerables dimensiones. Existe interés evidente en seguir atizando con gasolina el fuego de la polarización, de manera que el humo negro nubla el ambiente hasta tal punto que en vez de mascarillas hará falta taparse la cara con máscaras de gas.