El perdedor de las elecciones presidenciales americanas sigue sin reconocer la evidencia de su derrota y, alegando fraude, no tiene intención de abandonar la presidencia, en tanto que el ganador, sin confirmar su victoria hasta que financie el recuento, ha empezado a ejercer como futuro inquilino de la Casa Blanca.

Mientras, una legión de abogados, encabezada por Rudy Giuliani, el implacable ex alcalde de Nueva York y, ahora, marchito letrado personal del presidente, se empeña en agotar la munición que desacredita al sistema.

El paisaje a la vista se caracteriza por una inestabilidad esencial, al sumarse a la pandemia una insólita realidad en la que dos presidentes reclaman sus derechos de ocupación.

Admitiendo quien ha sido el ganador, una elemental cautela exige analizar, más allá del signo ideológico del voto, lo que está pasando en un país dividido, en este momento de la historia en que importa menos el perfil de quien ocupe la silla vacía, que el respeto a los derechos adquiridos.

La etiología del problema presenta síntomas de una crisis de civilización, en la que afloran cuestiones nucleares sobre el devenir del país más poderoso del planeta.

Mucho antes de la aparición del virus, las evidencias eran numerosas: junto a la crisis climática y la fractura del sistema político, la acumulación de riqueza por las élites, con su secuela de desigualdad (cada vez más caudal en cada vez menos manos), ha ido dejando al país más poderoso del mundo en una situación vulnerable.

Desde la irrupción de la enfermedad, el valor neto total en manos de los (686) multimillonarios estadounidenses censados, aumentó hasta cerca del trillón de dólares. Según el Center for Budget and Policy Priorities, en septiembre, 23 millones de ciudadanos norteamericanos no tenían comida para subsistir. Cabe inferir que, embargados por la desesperanza, no se pueden preocupar por algo que no tenga que ver con su supervivencia.

Con esta perspectiva ¿es de extrañar que más del 40% de los electores haya votado a Trump (siete millones de votos y 9,3 millones de seguidores en Twitter) y, de acuerdo con un análisis de la Associated Press, que el 93% de los 376 condados donde el virus está actualmente más extendido, optaran por el candidato republicano?

Las cifras a examen abarcan desde el descenso de salarios a la explosión de la deuda pública, pasando por la sobreproducción de jóvenes graduados con carreras universitarias. Como telón de fondo, el revisionismo de todo, como solución a un futuro incierto, que no sabemos inventar y nos devuelve al pasado.

Junto al deterioro de las instituciones, consecuencia de la pérdida de confianza y causa de una polarización aguda, estas variables tienen como hilo conductor la incapacidad de la sociedad para actuar colectivamente por objetivos comunes, lo que genera una inestabilidad extrema, como sucede ahora cuando uno de los contendientes se niega a aceptar los resultados de las elecciones.

Académicos norteamericanos, que llevan tiempo estudiando el colapso de sociedades afectadas por olas de inestabilidad, recurrentes y predecibles, pugnan en el método y la diagnosis.

Peter Turchin (PT), científico ruso y profesor en la Universidad de Connecticut, hijo de un físico pionero en el campo de la inteligencia artificial, ha consagrado su vida a la cliodinámica, disciplina que mezcla la historia con las matemáticas para el estudio de cómo evolucionan las sociedades.

A través de complejos análisis estadísticos, con 10.000 años de datos acumulados, PT cree haber encontrado leyes de hierro que dictan el destino de las sociedades humanas y sostiene que se puede llegar a predecir el siguiente colapso de una civilización.

Hace diez años, en una tímida carta al director de la prestigiosa revista Nature, desarrolló por primera vez su tesis, anticipando que «la siguiente década estará marcada por el crecimiento de la inestabilidad en EE.UU. y Europa", al tiempo que pronosticaba que 2020 sería el año de mayor inestabilidad que ha vivido el planeta en toda su historia.

Joseph Tainter (JT), antropólogo e historiador, es el autor de un texto fundamental, El colapso de las sociedades complejas (1988).

En discrepancia con Turchin, para JT un desastre -en forma de pandemia mortal, malestar social masivo o cambio climático rápido- nunca puede ser suficiente, por sí mismo, para causar un colapso, aunque el nivel de incertidumbre según el Fondo Monetario Internacional, siga siendo ´inusualmente grande´.

La Peste Negra del siglo XIV (crisis que redujo la población de Europa hasta en un 60 por ciento), le sirve a Tainter como precedente de una pandemia que coincidió con un malestar social masivo.

Para el antropólogo, las sociedades humanas desarrollan la ´complejidad´, con el fin de resolver los problemas, sin que nadie repare en lo frágil que se ha vuelto todo, pues seguimos con nuestras vidas, abordando las dificultades a medida que surgen: "toda la historia se ha caracterizado por una tendencia, aparentemente inexorable, hacia mayores niveles de complejidad, especialización y control sociopolítico».

La complejidad social está sujeta a la disminución de los rendimientos marginales (cuesta cada vez más, mientras que produce beneficios cada vez menores). Una situación clásica de ´Alicia en el País de las Maravillas´, corriendo cada vez más rápido para permanecer en el mismo lugar.

La búsqueda de la ´eficiencia´ ha llevado a unos niveles de complejidad sin precedentes: "un elaborado mecanismo global de producción, transporte, fabricación y venta al por menor, en que los bienes se fabrican en una parte del mundo para satisfacer las demandas inmediatas en otra, y se entregan bajo pedido".

La velocidad del sistema es vertiginosa, pero también lo son sus vulnerabilidades. A medida que los beneficios de la complejidad -cada vez mayor- comienzan a disminuir, las sociedades ´se vuelven vulnerables al colapso´.

Lo que de otra manera sería manejable -epidemias, desastres naturales, levantamientos populares- se convierte en insuperable. Para algunos investigadores, el colapso» es realmente una cuestión de cuándo».

La investigación de Tainter se centra en la ´sostenibilidad´, en base a dos cuestiones: ¿por qué, después de todo, nos preocuparíamos por mantener una civilización si no estuviéramos convencidos de que podría desmoronarse?

Y otra más urgente: crisis complejas como las que enfrentamos ¿presagian el comienzo de una ruptura, cuyo desencadenante final tiende a ser la insolvencia del Estado?

Mientras algunos ilusos lo siguen negando, el cambio climático (emisiones de carbono, sobrepoblación, calentamiento global, destrucción de recursos e incendios) y el actual nivel de consumo no son sostenibles. Desde el punto de vista económico y social, la extrema desigualdad tampoco lo es.

El anuncio de la vacuna se hizo un lunes, si se hubiera hecho el viernes, podría haber cambiado el sentido del viento. Con la pandemia aun sin resolver, un descenso del nivel de vida de la población, unido a la dificultad de los gobiernos para solventar las carencias, puede acarrear un malestar que no se detendrá hasta que se inviertan las tornas sociales y políticas.

Esto es lo que sucede cuando una sociedad no ha previsto ni consigue hacer frente a los desafíos que se le presentan.

Tendrá que ser el Tribunal Supremo quien zanje la legitimidad. Y con ella, se ponga fin al temible colapso que podría activar la crisis de una civilización.