Hace diez años, asumí que jamás aprendería tanto en tan poco tiempo como en aquellas mañanas en las que me abría las puertas de su hábitat libresco Don Alfonso Canales Pérez-Bryan (1923-2010). Me lo ha recordado esta misma semana el homenaje pilotado por José Manuel Cabra de Luna, desde la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo, para invocar la eterna sabiduría de ese poeta, abogado y bibliófilo malagueño al que tanto le debo. En su casa de la calle Martínez Campos, me acostumbré a asistir al milagro en el que un hombre encontraba las mejores respuestas a mis tímidas preguntas en su memoria o en una página concreta de cualquiera de los miles de libros a los que se enfrentaba su mirada.

Aquella precisión de sabio guardián que custodiaba su particular biblioteca de Alejandría me estuvo dejando perplejo hasta que tomé conciencia de que aquella pasión era su vida y su estado natural. Tan fascinantes y generosos me resultaban aquellos encuentros que no tardé en aprenderme el metódico ritual que los hacía posibles. Siempre había que llamar por teléfono la tarde antes, lejos del momento de la siesta, y fijar una cita para la mañana siguiente. El problema era que yo nunca aparecía a la hora acordada, que solía ser las once, y mis demoras eran replicadas con idéntica indirecta una y otra vez: «Siempre tengo que recordarle lo que yo hacía cuando iba a ver a Jorge Guillén; me iba un poco antes a la puerta de su casa y cuando llegaba la hora fijada tocaba, porque como Don Jorge decía el que espera no emplea su tiempo en otra cosa».

Y, a renglón seguido, afloraba su conversación con tanta complicidad que aquellas charlas, a veces, culminaban con el regalo de uno de sus poemarios y una dedicatoria en la que me llamaba 'ya viejo amigo'. Solo por eso, por todo lo que me ayudó a documentarme y a crecer cuando empecé a soñar despierto que era periodista, escucho su voz cada vez que paso por su barrio. Por ese Soho del que no oyó hablar antes del epílogo que, ahora, se conmemora con la admiración que siembran los inmortales.