Hace año y medio conocí a una dama misteriosa, como pocas. Apareció como de la nada. Me encontraba en un cóctel, en calidad de invitado. Fuera llovía tanto que influyó en la afluencia al mismo. En la sala nadie pasaba desapercibido. La dama, era a todas luces señorona, de mediana edad, exóticamente resultona y refinadamente educada; elegante y de fácil verbo, más en cantidad que en calidad, primero, y en sentido opuesto, después. Hablaba en modo ráfaga. Cuando arrancaba daba la impresión de que iba en la buena dirección para decir algo solemne, pero nunca terminaba de hacerlo. Justo cuando uno tenía la sensación de que iba a descubrir el final de aquel discurso perfectamente concatenado, cesaba el parloteo para tomar aire y, de camino, cambiaba de tema. Ninguna de sus paradas fueron comas; todas fueron puntos y aparte y puntos suspensivos.

Queriendo romperle el ritmo, tras veinte minutos de atenta escucha, aproveché que hizo una paradinha extensa respecto de las otras y le encaje una pregunta. Me limité a preguntarle a qué se dedicaba profesionalmente y ahí empezó todo:

-Soy gente -me dijo.

-¿Gente? -pregunté.

-Sí, sí, gente, no agente.

-Quiere decir persona, inquirí.

-No, quiero decir gente. Profesionalmente, soy gente; personalmente ya no estoy segura.

Aunque harto desconcertado por la respuesta, con ánimo de darle cancha, le recordé a Carl G. Jung y su máxima mediante la que expresó que cuanto mayor es la multitud, menor es la persona. La dama miró al techo, mudó su rictus a modo circunspecto y, mientras afirmaba con la cabeza, volvió a intervenir en modo ráfaga:

-¿Sabe?, no tengo el placer de conocer al señor Jung, pero me gustaría conocerlo en persona. ¿Puede usted ayudarme a ello?

Le expliqué sucintamente quién fue Jung, su relación con Freud, su participación en el psicoanálisis, la ruptura entre ambos y le glosé someramente los principios de su método, la psicología analítica. Como consuelo, le añadí que existe la suficiente documentación escrita para conocerlo a fondo, pero que en persona, lo que se dice en persona, ya no era posible conocerlo, salvo conjuro metafísico que lo remediara.

Manifiestamente desilusionada, pausó su voz, apianándola, redujo su velocidad verbosa y con una mantenida cadencia hipnótica me explicó que ella se había formado para persona, como sus abuelos y sus padres, pero que por el camino una fuerza invisible la había empujado a ser gente, como a ellos les ocurrió. Intencionadamente le filtré que los sapiens no somos la suma de lo que nos ha ido sucediendo sucesivamente, sino que somos el compendio de lo que sucesivamente elegimos ser, y se lo adulcé añadiéndole que todos los caminos son reversibles, no sin dificultad, obviamente.

Atribulada como estaba, supongo que por puro pudor, circunloquió en extremo el verbo, pero eso sí, bordando con hilo de oro cada frase para expresarme que ella fue inmensamente más feliz siendo persona de lo que lo era ahora siendo gente. Toda su intervención estuvo llena de antinomias que identificaban la luz con la persona y la sombra con la gente. Transcurridas un par de horas se mantuvo en silencio unos minutos y me preguntó:

-¿Le parece bien darme su número de teléfono?

-Naturalmente que sí, para mí será un alto honor vivir en su agenda -respondí.

-Como ya habrá notado no soy de aquí. Mi nombre es Conscientia. Lo llamaré -me dijo mientras me besaba despidiéndose.

Tan motivadamente misteriosa fue su aparición como su partida. De hecho, desde entonces, no hay un solo día que no la recuerde avivando así mi esperanza puesta en su llamada. Uno, que, afortunada y desgraciadamente, ya tiene perspectiva bastante para saborear la importancia de compartir espacios vitales con las personas, tiene experiencia en el privilegio que representa dar y recibir el influjo de los que saben diferenciar los límites del anodinamente peligroso disfraz de gente que el sistema nos exige en cada circunstancia.

Llevo mirando a Jung cuarenta años ya, como uno de mis tres faros de referencia en la psicología científica. Ahora ha meses que repaso grosso modo su obra para cuando llegue el día, que llegará, estoy seguro, y demostrará aun otra vez que «el encuentro entre dos personas es como el contacto de dos sustancias químicas: si hay alguna reacción, ambas se transforman».

Mi teléfono vibra y su pantalla, titilante y feliz, dice que es Conscientia.

Hoy es el día.