Lunes. Me despierto a las 5.41. Antes me agobiaba. Daba vueltas. Ya no. Tal vez porque no me pasa todos los días. Me incorporo, cojo el libro de la mesilla. Me siento como si realizara un acto subversivo, aunque en realidad lo que me siento es en el sofá, no me voy a quedar en el dormitorio. La mente está clara y la tentación de agarrar el teléfono queda superada. Si tuviera disciplina haría esto todos los días: leer hora y pico y a continuación iniciar el día con sus afanes y obligaciones. Estar leído al alba. Tomar café con cien páginas ya en el coleto. Que la lectura de tarde sea por añadidura. Cuando el iPhone pega el primer pitido inauguro la jornada convencional. Mi hijo creía que podía mantener oculto un día más un yacimiento de magdalenas de chocolate. Una, una solo.

Martes. Almuerzo con el rector Narváez, que es hombre culto y simpaticón, muy avisado en política, médico, buen conversador. La charla es jugosa, como la ensaladilla rusa. Bebemos vino de Ronda y los boquerones abiertos se nos ofrecen en la bandeja, tal vez pescados esta madrugada en esa había que observamos. Un grupo de gaviotas celebra un congreso sobre el agua, junto a unos buquecitos de esos que pasean turistas. Mi director me invita luego a un digestivo en la terraza del Málaga Palacio. Málaga se extiende ante nosotros mansa y con neblina. Hormiguean viandantes. Hay un tráfico áspero y me acuerdo de un poema de Alfonso Canales, que ha sido homenajeado en la plaza que lleva su nombre, cerca de aquí, con motivo del décimo aniversario de su muerte: «Cuántos años hará que no me siento a ver el mar. No quise que supiera que mi piel no resiste ya su embate ni el del sol, que su arena no se presta a los juegos cansados del que espera su vez ante la noche».

Miércoles. Me llaman de Onda Cero para evaluar los presupuestos andaluces. Para estar más tranquilo me encierro en una sala de reuniones del periódico por donde entra un sol abundante y benéfico. Hay palomas en el alféizar y veo las cabezas de la gente que pasea o entra a las tiendas. Me dan ganas de recitar un soneto ajeno o un ripio propio en lugar de evaluar partidas inversoras o anteproyectos. Pero hay que ponerse serio y exigir y arrear y citar y ofrecer números y juicios. Al terminar la conexión me percato de que mi presupuesto en efectivo para el almuerzo es escaso. Cada vez hay menos cajeros. Pero ya se puede pagar todo con tarjeta, me digo a mí mismo. Las palomas se han ido, bueno, queda una.

Jueves. El diputado de Vox Alejandro Hernández manda «a tomar por culo a la presidenta del Parlamento andaluz». Yo lo que lamento es que este sucedido me aparte de la meditación sobre una anécdota que leo acerca de la redacción del mítico diario Pueblo: una noche Pérez Reverte se presentó en ella con un grupo de bailarinas brasileñas. «Nos dieron las tantas dándole a las maracas», corrobora un testigo. Miro mi redacción. Tengo un vaso del Starbucks en la mesa.

Viernes. Eres un personaje, me dicen. Salgo de la viñeta a dar un garbeo.