El viejo alquimista atrancó la puerta por dentro y colgó el cartel de cerrado. Apagó la luz del establecimiento y cruzó, tras una cortina, a la trastienda, su refugio secreto. Allí tenía en distintos estantes muñecos de trapo, de barro, porcelana€ de colores y tamaños varios. Bajo una tenue luz y una gran mesa de ruda madera estaba listo el último monstruo, fabricado con barro y paja y de color oscuro. Le había puesto de nombre Dubil. Después del otro engendro al que había dado vida, Patania, era su criatura preferida, porque una anterior, a la que había llamado Sola, le salió un tanto desfigurada y cuando la masa, incluso después del horno, parecía definitivamente moldeada se expandió con independencia suya por aquella mesa que había conocido todos sus antinaturales experimentos.

Saturno tenía, bajo la ventana cegada de un patio en el que cultivaba unas plantas inmundas, bebedizos que solo él distinguía pese al parecido de color negruzco de todas las probetas que abigarraban el antro. En el extraño jardín, solo descubierto al cielo, germinaban hierbas de muchos usos, como los alucinógenos; marihuana -la cannabis sativa- de hojas impares en un mismo tallo y de bordes dentados; la datura arbórea, también conocida como campana o clarín, con alcaloides de atripina y escopolamina; o la datura estramonium, hierba del diablo, hedionda o higuera del infierno; la famosa belladona, que produce náuseas y vómitos; y, cómo no, la mandrágora, a la que la literatura achaca el poder de adormecer el primer día y volverte loco al segundo€

Como cualquier aprendiz de brujo, poco menos que quería parecerse a Dios. Él fue influenciado por alquimistas como Enrique Cornelio Agripa de Nettesheim, Paracelso y Alberto Magno. Quizá lo que le había impresionado más fue contemplar un árbol golpeado por un rayo y derribado, aquel suceso lo recordaría toda su vida. De hecho, estudió el fenómeno en una tesis fraudulenta que dio que hablar en su momento entre los doctores de la ciudad porque era copia de otras. Fue entonces cuando se obsesionó con crear vida de la materia inanimada y vengarse. Así, fue injertando trozos de cadáveres y retazos de materiales plúmbeos en las madrugadas de su soledad, preparando el castigo contra todos los que arruinaron sus mejores días, según sus ensoñaciones.

Pero esa noche€, esa noche ocurriría algo inesperado. Cuando descansaba en su lecho con una de las horribles figuras -pese a haber jurado que nunca podría dormir con ella-, notó que algo se movía a su lado, aunque prefirió seguir con los párpados bajos como si no se diera cuenta de que aquel monstruo se había puesto, solo, en pie.

Pasaron algunos minutos y oyó abrirse, no sin cierto estrépito, la puerta acristalada del decadente comercio de la muy antigua ciudad. Lo que siguió fueron los pasos perdidos de su criatura en los primeros metros del empedrado de la calle. El pasado asesino de aquella aberración se alejó de su fino sentido de la escucha. Ya era tarde. Incapaz de arrepentimiento, pero impulsado por el dolor que le suponía perder el control de aquello, o de aquel, que tanto trabajo le supuso, salió en su búsqueda cuando ya clareaba el día en pugna con la acostumbrada niebla.

No le valió de nada la búsqueda por las calles, las riberas del río, los alrededores de la catedral y las primeras tabernas que abrían sus puertas a las mozas que fregaban sus suelos y ordenaban las mesas todavía sucias de la noche anterior.

Saturno regresó meditabundo a la tienda, sin saber que a esas horas la bestia ya había descuartizado con sus propias manos a un cochero y a una niña mientras se alejaba campo a través. Si aquello se supiese, que él había sido el que había dado vida a ese horror, tendría también que huir, antes de que lo apresasen pero€ le quedaba algo por saber. Cuando descorrió las cortinas de su gabinete, todo estaba en desorden en aquel laboratorio de los horrores, comprobando que se habían desatado Patania y Sola. Aquellos eran los años de la peste negra en Castilla. Casi dos siglos después, Lope de Vega escribió:

Ir y quedarse,

y con quedar partirse,

partir sin alma, e ir con alma

ajena,

oír la dulce voz de una sirena

y no poder del árbol desasirse;

arder como la vela y consumirse,

haciendo torres sobre tierra

arena;

caer de un cielo, y ser demonio

en pena,

y de serlo jamás arrepentirse...