Es viernes por la tarde y vengo de ver el pase del corto que con el título que encabeza estas líneas ha dirigido con su habitual maestría Jose Antonio Hergueta con la ayuda inestimable de Regina Alvarez y que acaba de proyectarse en el Museo Picasso en una sesión ajustada a los tiempos enfermos por los que discurren últimamente nuestras desalentadas vidas. Lo primero que tengo que resaltar es el silencio denso y expectante con el que ha transcurrido la proyección. Estamos ante una filmación muy hermosa y dolorida, hecha con mimo, cariño, casi ternura, con pocos medios, que alcanza momentos de verdadera tristeza y que revisa en forma narrativa, por parte de Arthur Koestler, personaje doble e indeseable donde los haya, Sir Peter Chalmers-Michel, en mi opinión poco más que un dandi esteta y Gerda Grep, una joven periodista noruega lo suficientemente inteligente como para descubrir que Koestler era el hombre de Stalin en España, los acontecimientos que se sucedieron en Málaga desde el 18 de Julio de 1936 al 7 de febrero de 1937. Acontecimientos, que en un país como Inglaterra y una televisión como la BBC, llevaría sin la menor duda a la realización de una serie que arrasaría en horario de máxima audiencia. Porque aunque algo olvidados por haberse producido al comienzo de la sangría que iba a durar tres años, los hechos alcanzaron un grado de crueldad, de violencia, de barbarie y de odio, que la pléyade de escritores y periodistas, espías y simples figurantes, o todo ello a la vez, que los narraron al mundo, consiguieron que sus relatos los convirtieran en el ejemplo y paradigma del espanto de una guerra civil. Tengo que decir que la proyección sabe a poco, se hace corta y ello lleva a que, la indudable intención de narrar imparcialmente el espanto que ambos bandos provocaron, se vea defraudada de algún modo por las exigencias del metraje y la duración. El terror de las sacas durante los sietes meses, la criminal arbitrariedad de los asesinatos de familias enteras, el incendio de prácticamente el cien por cien de residencias, iglesias, instituciones y simples hogares de todo lo que oliera a derechas, religión o burguesía, merecía un análisis más pormenorizado. Sinceramente. La memoria no puede ser selectiva nunca y menos aun cuando se trata de la vida de seres humanos, sea cual sea su ideología, caso de tenerla, porque en muchos casos, solo existía odio y sadismo. Pero en este caso, sé que se trata de una cuestión económica, de falta de presupuesto, que destruyen como siempre, la rectitud de pensamiento, el vigor y las buenas intenciones. Hay en el corto momentos sobrecogedores, como aquellos en que para narrar la soledad de las calles abandonadas por el miedo y la "desbandá", Hergueta utiliza filmaciones de las calles desoladas de nuestra ciudad durante estos meses, la misma soledad y el mismo silencio sonoro, la misma tensa quietud, el mismo miedo en el aire. Hasta la terminología es la misma, cuando al salir comentábamos el hecho de tener que estar en casa antes del toque de queda, de nuevo después de ochenta años. La vida repitiendo jugadas sucias una y otra vez. Y la absoluta indefensión de la ciudad ante un ejército enemigo y su abandono por parte del gobierno se recogen acertadamente, como muy bien recalcaba Alfredo Taján en el coloquio, porque la legalidad republicana no existía desde el momento en que la violencia revolucionaria campaba a sus anchas por las calles y la autoridad de la ley había desaparecido. Si la legalidad es sustituida por la revolución no hay nada que defender. Insisto en que es un hermoso proyecto, que puede que se vea continuado -ojala sea así- por un largometraje cuando el magnífico equipo que encabeza Hergueta consiga los fondos necesarios para llevar a cabo lo que ellos quieren y pueden hacer, si las instituciones públicas o privadas -eso da igual- hacen lo que tienen que hacer, una vez nos veamos libres de esta pesadilla.

Se ha comentado en el coloquio algo acerca de la ingenuidad de "Sopita" al colocar la Union Jack en su casa para evitar asaltos. Ingenuidad ninguna. Rapidez mental producto de la inteligencia. En esa época, ser ciudadano británico era todavía algo similar a ser ciudadano romano durante el imperio. Un tórrido día de finales de julio de 1936 un piquete armado, compuesto por hombres, mujeres y niños subía la cuesta que entonces conducía desde el arroyo de Jaboneros a Villa Cristina. Lo que hoy es la urbanización del mismo nombre, era entonces la residencia en la que vivían desde hacía dos generaciones la familia Heaton, ingleses, ingenieros y anglicanos, reposando hoy en el frescor del Cementerio Ingles. Cuando la turba vociferante llego a la verja que rodeaba la finca, la encontraron cerrada con cadenas y candados. La defensa de la burguesía ante la revolución. El guarda intentó inútilmente hacerles entrar en razón. En ese momento, alertado por el griterío, bajaba desde la casa de la finca la imponente figura de Rupert M. Heaton. Sus casi dos metros de estatura, su elegancia, distanciamiento y extrañeza ante lo que no fuera la ley y las normas establecidas, le hacían aparecer como alguien ajeno a aquel tipo de enfrentamientos con gente armada. Preguntó qué ocurría y qué querían. Alguien del piquete contestó que venían a ocupar la finca en nombre del pueblo. Rupert no contestó, sacó de una bolsa la bandera de la Gran Bretaña en silencio, la enganchó al mástil blanco que había junto a la verja entre unos eucaliptos y la izó. Después, dirigiéndose a la multitud, dijo:" Están ustedes intentando violentar suelo británico. Les ruego que se retiren". El tono seco y cortante y el ondear de la Union Jack hicieron retroceder a la gente que, en su ignorancia, creyeron lo que obviamente era una mentira. Nunca más volvieron a molestarle. Rupert Heaton era mi tío abuelo y esa bandera está hoy en mi casa guardada entre recuerdos de familia, junto a fotografías, mantelerías, plata y otras cosas innecesarias.

Siempre he pensado que los extranjeros sobre todo los británicos, nos observaban durante la guerra como si fueran entomólogos, como a bichos extraños que se mataban entre ellos, pero no eran conscientes de que sus propios gobiernos ensayaban en nuestro país, lo que poco después iban a llevar a cabo en toda Europa. Su interés en algunos casos estaba lleno de pasión por el laberinto español, pero en otros se trataba, como en el caso de Edward Norton, de no entender un levantamiento militar en Europa contra una legalidad que de hecho tampoco existía. Para un anglosajón, la ley está por encima de todo y ha de ser cumplida. Por ello tampoco llegaron a entender el conflicto, ni el desorden, ni el caos, sir Peter Chalmers, Brenan, Gamel Woolsey, Norton y tantos otros que han narrado sus experiencias vitales durante aquellos terribles meses, fuera cual fuera su ideología.

En casa de mis padres nunca se habló de la guerra hasta que fuimos mayores y casi siempre de pasada. Lo más que llegaban a decir es "no sabéis lo que es una guerra". De hecho el episodio que antes he narrado, me lo contaron cuando ya era más que un adolescente. Mi padre tampoco hablaba nunca de la muerte de su hermano Paco en el frente de Oviedo y cuyo cadáver nunca apareció a los pies del Naranco de Bulnes, ni de lo que sabía, por su amistad con los Rosales sobre la muerte de García Lorca. Dos o tres años antes de morir, mi padre entró en un proceso de demencia senil y empezó a llamarme Paco. Yo no lograba saber el motivo de aquello, pero lo aceptaba, esperando una solución algún día. Y llegó ese día. Manolo Cascales, director a la sazón del Museo de Antequera, me llamó para contarme que estaba preparando el catálogo razonado de la obra del pintor antequerano José María Fernández, y que había encontrado una carta en la que hablaba de un retrato realizado, a pesar de su falta de inspiración y del cual estaba muy orgulloso, de alguien muerto en la guerra. Por los datos que me dio, comprendí que mi padre había perdido la cabeza, pero había recuperado a su hermano desaparecido. Fui a la biblioteca a mirar el cuadro y comprobé el parecido entre mi tío y yo. Cuento esto en relación con la recuperación de la memoria histórica. Si vamos a recuperarla, tendremos que ser todos, no solo la mitad.

El paraíso ardió y el ángel de la muerte extendió sus alas sobre la pobre, indefensa, analfabeta y desgraciada población de Málaga. Las cenizas tardaron mucho tiempo en desaparecer. Más aún, porque la entrada de los vencedores, suponiendo que haya vencedores en una guerra entre compatriotas, no solo no ayudó a cerrar las heridas, sino todo lo contrario: al terror con el terror, al fuego con el fuego y al odio con el odio. Todo esto parecía, si no olvidado, si al menos, perdonado, pasada la página. Superado el invierno de nuestra desventura. Sepultadas las nubes de la tormenta en las hondas entrañas del océano. Algunos insensatos, muchos ignorantes, algún imbécil y, casi con toda seguridad, varios intencionadamente criminales intentan atizar los rescoldos de las cenizas, prender de nuevo el fuego del odio y reabrir las heridas. Si en el corazón de nuestra nación enferma y doliente sigue latiendo un último estertor, hay que decir ya, alto, claro y ahora, nunca más. No contéis con nosotros. Queremos seguir siendo libres y viviendo en paz. No volveremos a enfrentarnos nunca más.