El viajero, que se desplaza a Fuengirola una vez al mes por razones profesionales, y sabedor de que esta vez hay toque de queda a las 22.00, pregunta con antelación a qué hora sale el último cercanías de vuelta a Málaga. Imagina que el Estado de alarma habrá supuesto alguna alteración de los horarios; no es así, hay trenes hasta las 00.20 h, como es habitual. Tras recibir la tranquilizadora aclaración, se entrega a sus quehaceres hasta que, cerca de las ocho de la tarde, acude a la estación con ánimo de volver a casa.

Esos 50 minutos de ruta constituyen un bálsamo tras una jornada de trabajo, una liberación que permite bajar la guardia frente a la alternativa de la conducción nocturna por la autovía, a la vez que disfrutar del festín para los sentidos que es la Costa del Sol manifestándose en todo su esplendor. No por lo que se ve por la ventanilla, sino por el contenido del convoy; quien disfrute estudiando la naturaleza humana difícilmente se sentirá decepcionado por la línea C-1. En sus atestados vagones se habla español con acento de dos continentes, y suelen mezclarse alumnos de la UMA con grupos de adolescentes escandinavos y señoras de rasgos eslavos; currantes que han terminado su turno en un hotel Benalmádena y se apean en la estación Victoria Kent con parejas de alemanes que van con su equipaje a subirse al vuelo de Stuttgart. Un paisanaje variopinto de todas las edades y nacionalidades cuya observación reconforta y lo reconcilia a uno con la humanidad. Esta vez es diferente. La visión de un andén desierto ya lo vaticinaba; el viajero entra en un cercanías completamente vacío, salvo la presencia apenas intuida de un maquinista invisible. La esperanza en que quizá se iría llenando en las siguientes paradas del recorrido resulta infundada; tan sólo en Montemar alto se sube una pareja, que se baja dos paradas más adelante.

Ay, la Costa del Sol, nuestro maravilloso experimento social, no atraviesa su mejor momento. Se ha convertido en un tren fantasma.