Santa Cecilia de Roma fue una mujer prodigiosa, incluso en su martirio y muerte, como bien nos lo recuerda el «Martyrologium Hieronymianum». Desde hace siglos es venerada como la patrona de la música, de los poetas y, con Santa Lucía de Siracusa, de los invidentes. El pasado domingo, el 22 de noviembre, se celebró una vez más su festividad. Sus atributos son el órgano, el laúd y las rosas. Felicité por ese motivo a mi buena amiga Yolanda Galeras, presidenta de la admirable y ya veterana Asociación de los Amigos de la Música de Marbella. La que fundara hace medio siglo Artur Rubinstein, uno de los pianistas más grandes de la historia. Me atreví a pensar que quizás sería un buen día para evocar también a Ludwig van Beethoven, aquel gran europeo que se adelantó a su tiempo.

¿Quiénes fueron los primeros maestros del joven Ludwig? Unos hombres tan doctos como honestos: Tobías Pfeiffer, el organista Willibald Koch y el clavecinista van den Eende. Pronto el discípulo comenzó a superarlos. Por eso fue providencial la llegada a Colonia de Christian Gottlob Neefe, el nuevo organista de la corte renana del Arzobispo Elector. Alguien con el bagaje de conocimientos y experiencias necesarios para dar las primeras alas a un muy complejo alumno. El maestro Neefe nos dejó estas líneas sobre su nuevo discípulo: «Ludwig van Beethoven toca el piano con indudable talento, interpreta muy bien. Es capaz de tocar de corrido el Wohltemperierte Klavier de Juan Sebastián Bach... A este joven genio habría que facilitarle los viajes. Si continúa como ha empezado, podría llegar a ser un segundo Wolfgang Amadeus Mozart». El joven músico tenía entonces trece años.

Un Beethoven que en la Viena de Mozart y Haydn llamó la atención de Johann Georg Albrechtsberger. Sintió éste cierta inquietud ante el reto de dirigir los estudios de un impetuoso «librepensador musical». con un formidable talento. Ya plenamente visible en las tres sonatas dedicadas a Haydn y en los tríos para piano, violín y violonchelo. Los que el joven Beethoven dedicó a su benefactor, el príncipe Karl von Lichnowski.

Beethoven empezó a destacar como compositor a través de sus sonatas. Como Richard Wagner inferiría, éstas eran «el velo a través del cual Beethoven miraba al reino de los sonidos». Alrededor de aquellos tríos y sonatas de 1795 se van congregando obras que contienen ya las semillas que anunciaban la deslumbrante plenitud final.

No es infrecuente que el genio musical de Ludwig van Beethoven nos aleje del reconocimiento de su figura a través de su diamantino código moral. En el que lo bueno y lo bello caminaban siempre juntos. Su frase sobre el imperativo de «la ley moral» confirma su deseo de considerar a las riquezas o al poder como obstáculos para alcanzar una verdadera grandeza. «No reconozco en el hombre más que una superioridad. Aquello que nos permite considerarle una persona justa».

A pesar de su precaria situación económica, nunca negó su ayuda a los que sufrían. Se ha dicho que Beethoven invocaba menos a la libertad que Rousseau; pero pensaba más en ella. Y como el héroe de Fidelio, por encima de todo planeaba su sentido del deber. Fue una feliz decisión la que tomó una nueva Europa, unida en la paz: adoptar como su nuevo himno el movimiento final de una sinfonía de Beethoven, uno de los más grandes europeos de todos los tiempos.