Lo reconozco, con la pandemia me he echado al monte. Cada fin de semana me despierto con el firme propósito de tener un slow day, lo que en la antigüedad era un día de vagancia sin quitarse el pijama ni pasarse el peine. El ideal consiste en desayuno tarde, diarios, libros y juegos, comida tarde, película con palomitas y se acabó lo que se daba. Pero entonces me acuerdo de que la segunda ola (o la tercera) que estamos doblegando se puede torcer, pienso habrá otro confinamiento, y el sofá ya no me parece el mejor plan, sino un pozo generador de ansiedad y remordimiento por ser una mala madre. Hago madrugar a los niños quejosos, preparo los bocatas y la mochila y me lanzo al campo, el único lugar donde pueden correr sin mascarilla, andar sin mascarilla, explorar sin mascarilla, respirar hondo sin mascarilla. Por si nos encierran. Como soy nada original, y culminar cumbres lejanas resulta bastante complicado con críos, me busco excursiones poco exigentes que no acaben en un rescate con helicóptero. De manera que transito senderos atestados de familias y deportistas aficionados que imagino que buscan igual que nosotros el contacto con la naturaleza. En ocasiones somos tantos que nos ponemos la mascarilla y nos lanzamos a los arcenes para no exponernos a los aerosoles de otros caminantes al cruzarnos con grupos numerosos, muy por encima de lo que marca la ley. El coronavirus ha conseguido que sea más difícil aparcar en la entrada del sendero de turno que en el centro de la ciudad, e igual de fácil encontrarse una mascarilla usada tirada en un matorral de un paraje precioso que en cualquier acera.

Pido un poco de comprensión quienes no tenemos jardín, ni terraza, ni patio, ni huerto, ni segunda residencia y nos hemos pasado el estado de alarma trotando por tres metros de pasillo. Estoy viendo en las redes sociales críticas a los domingueros en un tono agrio muy similar a las que recibían hace unos meses las masas de turistas que se lanzaban a conocer nuestras calas y playas, esos visitantes que hoy constituyen la respuesta a todas las incertidumbres. Algunos alcaldes están protestando porque la invasión dominical de sus pueblos y lugares pintorescos está generando problemas de tráfico, ruido y saturación, y piden alguna regulación. Entidades ecologistas también alertan de que los espacios naturales frágiles se resienten por la avalancha de gente que no tiene nada mejor que hacer que descubrir los tesoros ocultos de nuestro territorio. Estaban muy acostumbrados a recorrer la Sierra en soledad y ahora se topan con quedadas multitudinarias, un frenesí excursionista que está transformando el campo y la montaña en la salida del estadio después de un partido. Van a tener que exigir formalmente que se reabran con aforo completo los cines, los teatros, los gimnasios, los parques infantiles y los minigolfs, para mantener el equilibrio ecológico. Otra opción más efectiva sería redirigir la marabunta a su lugar natural, los centros comerciales, con una subvención directa de las compras hoy vedadas debido la ruina pospandemia. Porque, como mi madre solía decir contestando a nuestras quejas por irnos otra vez a pasar el día al pueblo, «arreando para el campo, que ahí no se gasta».