El «Diez» murió. El precario corazón de Maradona dijo basta y pasadas las cinco de la tarde en España, recién publicada la primicia en Clarín, todas las rotativas del mundo se detenían. Escapa a nuestros recuerdos un terremoto mediático de tales dimensiones, si pensamos en otros obituarios de primera planta. En esta ocasión, portadas de todos los confines, deportivas o no, las acaparó con su adiós el inigualable «Pelusa».

Lloró el fútbol y por una vez desde marzo quedó en segundo plano esta primera peste del siglo XXI. Se fue el hombre y siempre nos quedará la leyenda. Con su arrolladora personalidad fue capaz de regalarnos al mismo tiempo todo lo mejor, así como lo peor, de la especie humana. El maestro Julio Chiappetta, encargado de dictar la noticia a sus compañeros de redacción por estar en casa, presentía desde algunos días antes que algo podría ir mal. Por eso había continuado en alerta desde el amanecer.

Esto de adelantarse a los acontecimientos tiene mucho de vocacional. El propio Chiappetta respondía luego a Marca que dar una primicia como la del fallecimiento de Diego Armando no te cambia la vida: «Nací periodista y moriré así». Permanecer al pie de la información es una forma de vida, a menudo tan complicada para quienes nos rodean.

Pero no dramaticemos. Lo es de la misma manera para quienes están cerca de los que velan por nuestra salud en hospitales o centros sanitarios o de los que velan por nuestra seguridad a diario. Incluso puede ser durísima la convivencia junto a quienes se creen dioses aún adolescentes. Los tocados por la mano de Dios para el deporte o, por ejemplo, cualquier disciplina artística.

Todos somos tan necesarios como prescindibles de uno en uno. Pero nuestra función en este gran teatro del mundo, no. Hoy, con el certero testimonio de Chiappetta, permítanme hablarles (sólo) un poco de nosotros mismos. De lo que fuimos, de lo que somos y de lo que espero que no terminemos por ser.

Seré bastante rotundo, aún caliente el estruendo que el miércoles generó Maradona. No dejen que este antiguo oficio muera, por favor. Sé que no estamos en tiempos de pedir. En pandemia toca dar, compartir. Pero se nos muere una forma de entender la democracia y considero, superadas las dos décadas de permanencia en esta cabecera (me enfundé su camiseta semanas antes de que naciera y no he vuelto a cambiar de equipo), que los periodistas estamos más amenazados de muerte que nunca.

¿Saben la rabia e impotencia que imprime en lo más hondo de nuestros corazones algunos testimonios que ya se repiten hasta en un mismo día? Me refiero a esa llamada de alguien que hacía radio de barrio cuando eras un niño y al que empezaste a imitar casi sin darte cuenta. De un maestro de maestros que después escuchó tus primeros nervios delante de un micrófono, nada más empezar en el instituto, que siempre hizo propios tus avances profesionales y que, como es lógico, sabe de sobra de qué va esta película.

Me refiero a esa consulta repetida, acorde a estos tiempos tan oscuros, sobre la veracidad de una u otra información. «Ya no sabes a quién creer. Y tú, como eres periodista...». Hemos sido, somos y confiemos en seguir siendo los «notarios de la realidad». Pero sin la confianza de quien está al otro lado, este oficio se muere.

La anterior crisis, hace menos de una década, se llevó por delante más de 13.000 empleos en nuestro país. Sin mecanismos que eviten otra nueva sangría en las redacciones, nada volverá a ser como antaño, con el consiguiente peligro en la defensa de las libertades. Como más de un colega ha suplicado durante estos últimos meses de sombras negras por doquier, no nos pierdan de vista. Sepan, por si alguien se encargó de negarlo una y mil veces, que estamos en alerta por ustedes. Las 24 horas del día, los 365 ó 366 días del año.

Con la misma humildad que Chiappetta, bien asentados los pies en el barro, seguiremos en vela cada vez que algo pinte mal. Al menos mientras nos queden fuerzas.