La bifurcación enunciativa que principia la presente, «salvar la Navidad o salvar vidas", se ha convertido durante los últimos días en una suerte de eslogan con el que entrar a debate y posicionarse en el marco de las últimas actualizaciones impuestas por la pandemia. "Salvar la Navidad", dicho así, sin más, a bote pronto, únicamente me evoca lo que pudiera ser un predecible producto fílmico de animación yanqui en el que Papá Noel (¡uy!, perdón, quería decir Santa Claus) es secuestrado por un villano tétrico que pretende quedarse con los regalos de todos los niños del mundo, una trama que, sin duda, será valerosamente impedida por una panda de zagales multiétnicos, así como de Benetton. Si ustedes se fijan, el anuncio de la Navidad emerge como una realidad de lo más variopinto y, por supuesto, su concreción depende muy mucho de quién sea el portavoz de la proclama. Así, si lo que escuchamos es "ya es Navidad en el Corte Inglés", la cuestión deriva en un producto socioeconómico donde un calculado merchandising de supuestos tintes navideños se derrama, en definitiva, sobre los mismos productos y precios de siempre.

Pero, a veces, la Navidad también se irradia como el mero telón de fondo de las comedias románticas, tan anunciadas en blanco y rojo. Diera la sensación de que la utilería navideña marida bien con la consabida trama de la nena a la que se le cae una bolsa de papel llena de naranjas cuando el nene se topa con ella al pie de las escaleras mecánicas y, de repente, agachados ambos, titilan sus pupilas a la par que el Papá Noel del centro comercial (perdón, Santa Claus) clama aquello de «jou, jou, jou». En otras ocasiones, sin embargo, la Navidad no es más que un solitario y luminiscente pingüino en una rotonda, o las luces del carnaval tuneadas ad casum en mitad de la calle mayor. Pero también es más que posible que la Navidad que se pretenda salvar desde el enunciado del título y que se antepone a la pretendida preponderancia de salvar vidas a costa del confinamiento sea, lógicamente, la campaña navideña ligada a los comercios y las ventas. Unas ventas que, en estos tiempos víricos, no hemos de vincular únicamente con los grandes centros comerciales, tan simbolizantes ellos del capitalismo extremo que nos cae mal, sino también con la tienda de ultramarinos que vende polvorones a pie de calle y que, probablemente, haya sustentado, día tras día, la vida de varias generaciones familiares. Quizá sea lógico entender que un enunciado tan difuminado por su variedad contextual vaya referido a la oportunidad política de regular con mayor o menor mesura el campo normativo que permita la apertura de los comercios y de las familias cuya vida también depende de un oficio, no lo olvidemos, y, al mismo tiempo, el control de las muchedumbres que campean en aras de los villancicos, las compras y las comidas de época. Pero queda, pues, debajo de todas las luces, lo que verdaderamente se conmemora y acontece durante la Navidad y que, a costa de todo lo anterior, pareciera olvidarse: el gran misterio de la Encarnación, la grandiosidad de un Dios que, en Jesús de Nazaret, emerge en la historia y se da a sí mismo como hombre para Salvación de todos. Un Dios que nos testimonia la gran verdad de que uno se entrega a sí mismo cuando se mide a la altura de los ojos del otro para, precisamente, poder acompañarle en este largo trayecto que llamamos vida. Porque, mientras que el hombre se ensalza, Dios, por el contrario, se abaja. Es entonces cuando la humildad de un niño en un pesebre nos libera y se enfrenta a los espíritus soberbios, acoge a los corazones quebrantados y desafía y planta cara a la tiranía de los poderosos. Porque «tú, Belén, tierra de Judá, no eres, no, la menor entre los principales clanes de Judá; porque de ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo, Israel». Y esa Navidad, con perdón de las proclamas políticas y normativas, hay que salvarla porque no se contrapone a las vidas que peligran por la pandemia, porque celebrar el nacimiento de Jesús es celebrar que él «ha venido para que tengamos vida, y la tengamos en abundancia», porque él es la vida.