A estas alturas de su victoria en 2016, el pobre Trump había recibido ya más insultos que cualquiera de sus predecesores en dos mandatos. Una vez condenado por el único pecado pandémico que no cometió, su sucesor continúa recibiendo parabienes desorbitados, pese a que Biden no ha conseguido ni la renuncia del derrotado. Su primer acto presidencial ha consistido en romperse el pie jugando con su perro. ¿Qué nos indica esta reveladora anécdota? No solo que la mascota en cuestión es un votante oculto de Trump, que ha ejecutado así su venganza. Suerte que a su amo le pusieron la vacuna nada más ganar las elecciones.

Por los intersticios del dulzón recibimiento al presunto nuevo presidente, se coló la semana pasada una primera información preocupada del Washington Post. El medio de deferencia recogía el descontento demócrata ante la debilidad del más votado, y el alborear de las dudas sobre su timidez en la transición y en la exigencia de la retirada de su rival derrotado. La temible pregunta de para qué sirve Biden se plantea antes incluso de que aterrice en la Casa Blanca. Su única declaración coherente es un asustadizo «esto no es un tercer mandato de Obama», como si alguien fuera a confundirles.

En la veintena de conversaciones en que Bob Woodward actúa como asesor en la sombra de Trump, el saliente le indica al periodista que «tú tienes la misma edad que Biden, pero los años no te han tumbado todavía y a él sí». Es un análisis certero de un vicepresidente anodino, de un candidato a la Casa Blanca que casi pierde solo, de un presidente electo a quien humilla su perro y de un ganador que ni siquiera amarra la renuncia del perdedor. No puede salvarle ni el entusiasmo irracional de los biempensantes, que le aplauden con la urgencia de rescatar lo peor de la era previa a Trump, y de que vuelva a gobernar la alianza de los poderes de siempre con los burócratas.