En Adviento regresamos a un tiempo que nunca es actual, puesto que se hizo con los dedos suaves de la infancia, la lluvia y el frío. El Adviento, que es un tiempo de espera, también lo es de intimidad. La cercanía del invierno invita a recuperar unas raíces que sólo atisbamos ya entre las brumas, como nuestra propia infancia. Ahí estás de niño abriendo cada día el calendario, con sus chocolatinas, sus billetes de cien pesetas, sus cochecitos o sus soldaditos de plomo. Ahí están los ritos familiares que perduran en el silencio: las tardes de domingo ante el televisor o escuchando la radio, los libros leídos con ávida curiosidad, el vapor de la niebla entre los árboles muertos, el sonido de las campanas, los cristales -finos como papel de fumar- empañados por el vaho, ese frío que penetra las paredes y reclama el fuego de la chimenea. Veo a mi padre cocinar y a mi madre leer; y a mí con ella cuando ya es de noche y en el salón brillan las luces de las velas y reina una quietud que es hermosa y confortable. «Basta con recorrer/ tres o cuatro tristezas/ para saber que todos los países/ son extranjeros, que/ nadie entendió jamás ningún idioma», escribió en 1983 el poeta gallego Miguel d'Ors. Y tal vez sea así, aunque no exactamente. Lo es en la vida, pero no en la infancia, ni en el Adviento, que es el tiempo de la espera, un tiempo ajeno a las servidumbres habituales.

Si el mundo puede ser un lugar reconocible, es porque en algún momento hemos vislumbrado una luz y una esperanza. El rabino Heschel observó que la fe consiste en permanecer fieles a unos pocos instantes de luz: los que sustancian la vida. Y tiene razón. Quiero creer que el Adviento nunca desaparecerá, incluso cuando las ideologías laicas hayan arramblado con todas las festividades religiosas. Es un proceso ya imparable, que se mueve entre el capitalismo y una novolatría que desprecia cualquier modulación que descanse en el pasado. Por supuesto, la nostalgia es un placer inútil que sólo conduce al exilio en la propia tierra natal, a esa extranjería radical que Miguel d'Ors evocaba en su poema. Pero quiero creer que no será así, por mucho que nos empeñemos a borrar todas las huellas, como hizo Yahvé -según cuenta el salmo 77- tras el paso de Moisés por el mar Rojo. Se puede borrar el rastro, pero no lo acontecido, no el milagro de la niñez.

La paternidad -ser padres- consiste en volver a esa infancia perdida, habitar de nuevo -ahora con nuestros hijos- el tiempo del Adviento. Este año no podremos cumplir con el rito anual de acercarnos al bazar navideño de la iglesia sueca, pero sí con el de decorar la casa, hornear las galletas de mantequillas, leer a Dickens, comprar turrones y polvorones en Santa Clara, escuchar Hansel y Gretel -la maravillosa ópera infantil de Humperdinck-, ver 'Qué bello es vivir', abrir los calendarios, recibir postales navideñas y enviar otras tantas. Pensar que todo termina y que todo nace y que el único tiempo que disponemos -como nos recuerda J. C. Llop- es el presente, «donde por cierto están todos los demás».