Dice la previsión meteorológica que el puente traerá el frío. Antes le importaba a uno la información meteorológica un carajo. Un carajo grande, florido, del tamaño de la indiferencia no fingida. Si frío abrigo y si calor, camiseta. Entonces. Las preocupaciones eran otras. Pero envejecer es aficionarse al tiempo. El tiempo es un espacio por sí mismo dentro de los informativos, que dura una vida y nos da detalles sobre granizos y ventiscas, aguaceros, tormentas, rayos y oleajes. Aprendemos sobre los tipos de nubes, las borrascas, los anticiclones y hasta los milibares, que son la unidad de presión de la atmósfera. Son muy simpáticos los milibares. «1013 milibares» sería un buen nombre para un grupo musical, un cuarteto tal vez, cuarteto que viajara por fiestas y verbenas de lugares donde hiciera buen tiempo. Y la presión adecuada. No es mala cosa informarse sobre el tiempo, aunque en estos tiempos, valga la redundancia, tal conocimiento ha perdido su función principal: servir de asunto de conversación en el ascensor. Ya nadie viaja acompañado en el ascensor, miedo al virus, precaución lógica, aunque no faltará quien le comente la posibilidad de lluvia a su propio conviviente con quien sí nos subimos al elevador, que a veces sin embargo nos hace descender. Ir solo y recitarse a sí mismo el parte no es plan. Ya bastante lluvia interior tiene uno. Y a veces truenos en la cabeza. Los teléfonos han cambiado la forma de consultar qué tiempo va a hacer, pero eso no quiere decir que todo el mundo lo consulte. Yo soy muy partidario de asomarme a la ventana antes de bajar a la calle a cazar adjetivos, comprar el pan, ir a trabajar o salir de paseo. Es entonces cuando decido sacar o no del banquillo a las bufandas, que salen al final del artículo porque ellas solas tienen merecimientos de sobra para protagonizar un artículo entero. También decido si porto paraguas. O me dejo mojar. Lo que cae es agua, no ácido, suele decirme un compañero.