«Gasté un montón de dinero en coches, en mujeres y en alcohol. El resto, simplemente lo malgasté». La frase no es de Maradona, al que la cabeza no le daba para tanto, sino del futbolista norirlandés George Best. Un gran jugador, aunque no tanto como el astro argentino, con el que compartía la afición a la vida alegre fuera de su trabajo en los estadios. A diferencia de Maradona, Best no se tomaba demasiado en serio y a menudo bromeaba sobre sí mismo. «He dejado de beber, pero solo mientras estoy dormido», dijo tras una de sus curas de desintoxicación. «Tenía una casa en la costa», abundó en otra ocasión, «pero para ir a la playa había que pasar delante de un bar. Nunca me bañé». Best y Maradona son dos ejemplos notables de lo perjudicial que puede llegar a ser el deporte que llaman de alta competición. No todos los que lo practican pueden resistir la tensión que rodea a los jugadores, mayormente en los países de pasión futbolera como Argentina, el Reino Unido, Italia o España, sin ir más lejos. Algunos, tal vez no muchos, acaban agarrados a la botella y/o a la farlopa, con las enojosas consecuencias que eso acarrea para la salud. Pero no solo son figuras del balompié como las mentadas las que dan mal ejemplo a los chavales que coleccionan sus autógrafos. El fútbol, en sí mismo, es una escuela de malas costumbres; y no solamente por las efusiones de racismo, xenofobia y homofobia que a menudo se ven en los campos. En realidad, los críos aprenden ahí lo importante que es 'robar' un balón al contrario o, más directamente, 'quitarle la cartera' al que se despista con la pelota. Además de esa apología del hurto, es habitual que se alabe la comisión de faltas 'tácticas' sobre el adversario; y no es raro que los hinchas inciten a los suyos a la innoble práctica del ventajismo. Tampoco faltan entrenadores que recriminen a sus pupilos cualquier gesto de deportividad que puedan tener con sus contrincantes. Los más añosos recordarán aún el expeditivo «Písalo, písalo» que hizo famoso al, por otra parte, excelente director técnico Bilardo. Tan cargados de contravalores están los códigos del fútbol que, a diferencia de lo que ocurre en la sociedad del común, se ensalzan las habilidades para el engaño antes que el juego limpio. No es infrecuente que los locutores aplaudan las pillerías de quienes pierden tiempo de juego y se lo roban así al espectador que pagó su entrada. Las dotes para hacer teatro y la marrullería forman parte, en realidad, de las curiosas virtudes que se exigen a un jugador como Dios y los cánones de la pelota mandan. Con semejante inversión de los valores tradicionalmente considerados aconsejables, no ha de sorprender el espectáculo de idolatría que se organizó días atrás en la triste ocasión del fallecimiento de Maradona. Se repitieron hasta el hartazgo las imágenes de cierto famoso gol que el jugador marcó con la mano, quizá para promover el fair play; y existió una coincidencia general en reputar de 'dios' al habilidoso deportista. Solo a los poco versados en la construcción de los ídolos del fútbol extrañará que Izquierda Unida lo despidiese con un «Hasta siempre, comandante» (antes de reputarlo de machista, eso sí) y que el Papa le enviara un rosario a la familia del difunto. Quizá el balompié sea, más que un deporte, una teología inversa.