Un virus insignificante, pero poderoso en su malignidad se ha llevado por delante, como si de un simple anciano se tratara, al soberbio, elegante, culto, brillante, inteligente y aristocrático Valery Giscard d´Estaing, presidente de la República Francesa desde 1974 a 1981 y que ya estaba instalado en la Historia. Como si de un cualquiera se tratara, la muerte lo ha arrastrado desde su castillo de la Auvernia a la tierra húmeda de una tumba, en su eterna labor de igualar a ricos y pobres, altos y bajos, príncipes y lacayos, santos y criminales. Escribir sobre el señor Giscard a estas alturas de la vida puede parecer un ejercicio de puro diletantismo, una rareza de aficionado a la historia, hasta un punto esnob. Pocos se acordarán de él, casi ningún joven, si hay alguno que me lea aparte de mi fiel lector en Edimburgo, sabrán de quien estoy hablando, pero creo que en estos momentos se dan una serie de circunstancias que hacen que la muerte de Giscard tenga un profundo significado.

Las palabras que dan título a estas líneas las lanzó el candidato centrista Giscard con su gélida altivez habitual a la cara del candidato socialista Mitterrand en el debate televisivo que puso fin a la campaña electoral de 1974, con un cierto estilo «kennedyano» y fueron la manifestación del rechazo a la pretensión socialista de estar en posesión de la verdad y del sentimiento de pertenencia exclusiva al pueblo francés. Unas palabras que remataban un grandioso discurso, que llevaron a Giscard a la presidencia y a subir andando y en traje de calle los Campos Elíseos a los pocos días, rompiendo la secular rigidez protocolaria impuesta por el general De Gaulle en la V República. Cuando se escribe sobre Francia, sus instituciones o su historia hay que tener mucho cuidado en no dejarse llevar por el entusiasmo de las solemnidades republicanas, que para sí quisieran muchas monarquías europeas. Y es muy difícil no caer en la fascinación de nombres gloriosos, la pompa y el boato que caracterizan a una república monárquica, que es la de ellos, sobre todo si la comparamos con la monarquía republicana -todavía en pie- que es la nuestra. Y a veces incluso, uno se pregunta por qué hay que ser comedido en la descripción de la belleza, si la realidad que nos rodea es avasalladora en su zafiedad y espanto. ¿Creen ustedes que a alguien en la Asamblea Nacional Francesa se le pasa por la cabeza utilizar para hablar del presidente el lenguaje soez de algunos miembros del Congreso de los Diputados para referirse al Rey, el Jefe del Estado para ellos, en el mejor de los casos? De ninguna manera, ni se les ocurre. Porque eso significaría volver dos siglos atrás y utilizar el lenguaje de la Convención durante el Terror, cuando llamaban a Luis XVI «el ciudadano Capeto». Eso es lo que ignoran muchos diputados españoles que hablan del ciudadano Borbón y después se casan con un chaqué azul: que llevan dos siglos de atraso en su ignorancia.

Claro que tampoco es posible comparar a Giscard con nadie del actual Gobierno. Un chico que con dieciséis años y perteneciendo a la pequeña nobleza rural francesa, tradicional y conservadora hasta donde sea posible imaginar, se enrola en la Resistencia Francesa durante la II Guerra Mundial y consigue la Cruz de Guerra por su actuación en el frente. Que estudia por méritos propios en la E.N.A., La Escuela Nacional de Administración, fundada por el general De Gaulle durante el Gobierno Provisional al finalizar la guerra en 1945 expresamente para que surta de altos cargos a la administración francesa y formar a sus elites. Porque en Francia la aristocracia intelectual es tan apreciada, como añorada es la de sangre. Que se convierte en Inspector de Finanzas sin plagiar, ni copiar, ni inventar nada, pero que además de derecho fiscal, lleva consigo, como todos los "enarcas", una carga de sólidos conocimientos de historia y cultura francesas, cosa absolutamente insólita en España, donde la mayoría de los miembros de los altos cuerpos del Estado, con muy notables excepciones, muestran un absoluto desconocimiento de las humanidades y de cualquier materia que no sea el programa de quinientos temas que se han embutido en sus cabezas.

Hay luces y sombras en el ejercicio del cargo por parte de Giscard. Fue el más joven presidente, modernizó Francia y con Chirac como primer ministro y a Simone Veil de ministra y posterior presidenta del Parlamento Europeo, impulsó profundas reformas como la fijación de la mayoría de edad en los dieciocho años, la despenalización del aborto, el divorcio por mutuo acuerdo y, asómbrense, puso fin a la tutela gubernamental de la televisión pública francesa. Estamos hablando de los años setenta del pasado siglo. Nada que ver con nuestra indecente realidad nacional.

Tuvo Giscard una muy injusta y hasta obscena actuación con España. Recuerdo la diferencia de personalidades que asistieron en Madrid a las honras fúnebres de Franco y las que acudieron a la entronización de Juan Carlos I. Entre las primeras algunos dictadores amigos. Entre estas últimas, Giscard. El paso del coche del presidente francés por la Gran Vía de Madrid entre aclamaciones fue apoteósico, como el «padrino» que todos esperaban para nuestra salida del ostracismo. Para poder volver a decir «ya no hay Pirineos». Quiso y no consiguió entrar en el Congreso por la puerta por la que solo entra el Rey y discretamente exigió el Toisón de Oro, cosa que tampoco consiguió. Todo esto le suena a música celestial a las almas de cántaro que componen la cohorte gobernante. Pero es solo un problema de profunda ignorancia, que únicamente se cura estudiando, no de copas en los bares fuera de hora, o disertando pedestres razonamientos pretendidamente profundos en las herriko tabernas. Aquel sueño de todos, no solo no se hizo realidad hasta muchos años después, sino que el comportamiento y la actitud canallesca de la policía francesa por orden directa del Eliseo, provocó no solo el asesinato de muchos inocentes a manos de los que se han incorporado a la estructura del Estado, en solemne frase ignorante del vicepresidente, sino que la huida a Francia para muchos de los asesinos, estaba garantizada, porque así nuestros vecinos se veían libres de la amenaza de estos hombres de paz. Cambió encubrimiento y asilo por silencio y manos quietas.

Sí fue Giscard un decidido impulsor de la Unión Europea, del Consejo Europeo, de la elección por sufragio universal del Parlamento Europeo, de la creación del euro con el diseño del ECU, que no llegó a consolidarse y de la creación de la Agencia Espacial Europea. En los tiempos «gaullistas» del «sí, pero€» Giscard creó junto a Helmut Schmidt el eje franco-alemán, a partir del cual se mantuvo esa dúplice alianza de poder entre los primeros dignatarios de ambos países, hasta llegar a Macron-Merkel, lo cual posiblemente haya tenido bastante que ver con el posterior Brexit. Pero allí se plantaron los cimientos de la actual Unión Europea, débil y dividida actualmente, cuarteada en sus estructuras por la salida de Reino Unido y perpleja no solo ante el autoritarismo de los países del este, sino también por la navegación a la deriva de una vieja nave llamada España. Cuando Giscard dejó de ser presidente, derrotado por el propio Mitterrand en 1981, en un alarde de soberbia altanera se despidió de los franceses en una alocución televisada a todo el país, que finalizó con un displicente Au revoir, se levantó ante las cámaras y se fue, dejando vacío el sillón. No es lo mismo el nivel que decir «la derecha no volverá a gobernar en este país». Naturalmente que hay Pirineos. Sobre todo mentales. En la profunda importancia que la Cultura reviste en todos los gobiernos franceses sean del color que sean, Giscard, centrista, inauguró el Pompidou de París, por la muerte prematura del hombre «gaullista» que lo inspiró y los creó personalmente con Renzo Piano y Richard Rogers, el espectacular Beaubourg. Pero sobre todo creó el que muchos consideran el más hermoso museo de París, el Museo d' Orsay, adaptando las estructuras de hierro de la antigua estación de Orsay, a las más actuales exigencias del planteamiento museístico de la actualidad, aunque en la tradición democrática de la sucesión de presidentes, el museo fue inaugurado por su sucesor Mitterrand, socialista.

En 2002 fue elegido presidente de la Convención que había de redactar la Constitución Europea, en cuyo preámbulo se negó a que figurara referencia alguna al cristianismo, cosa solamente comprensible desde su supuesta condición de grado 33 de la Masonería Francesa. Ello constituyó otro error más de los múltiples que cometió en su vida, ocasionados por su soberbia, porque como años después reconoció, la civilización europea no se entiende sin recoger sus bases fundamentales y su esencia trinitaria: el helenismo, el derecho romano y el sentido de trascendencia del cristianismo, que reconoce por vez primera en la Historia el valor del ser humano, de la persona única e irrepetible titular de derechos y obligaciones, que le aportan el sentido de responsabilidad personal y el libre albedrío. Fuera de esa trilogía, solo hay barbarie. O al menos, un mundo que es ajeno a nuestra forma de vida, a pesar de la globalización, o precisamente por ella, más evidente que nunca.

Con ese gusto civilizado y culto de franceses e ingleses, aún se conserva dispuesta la mesa y hasta el menú de la cena que compartieron los jefes de estado y de gobierno que habrían de constituir el grupo que, de hecho, ha dirigido de alguna forma la marcha del mundo desde entonces. Se superaron las dos crisis petroleras del 73 y del 79, la crisis financiera y bursátil del 2008 y ahora acabamos de empezar la crisis del coronavirus. Todo fluye, la vida es un constante cambio, solo la muerte yace inerte, inmutable. Mientras haya cambio, hay vida y mientras haya vida, hay esperanza. Y el monopolio del corazón no existe. Es de todos.