Lunes. Almuerzo con políticos. Tengo amigos que luego se han convertido en políticos y políticos que son amigos. La relación entre periodistas y estas personas, digamos poderosas, es digna de estudio, pero yo no tengo ahora ganas de estudiar; se mueve uno entre la necesidad de tenerlos cerca (tener información) y tenerlos lejos (que no te condicionen). Comemos bien, qué menos. El vino es bueno y de las patatas con foie me redimiré no cenando. Hay mucha cordialidad y creo que simpatía mutua. Personal. Se lleva uno en el coleto ciertas claves sobre la actualidad y un frío pelón y traicionero producto de haber celebrado el ágape en una terraza. El digestivo nos lo tomamos ya a solas la parte no política de la mesa. Tienen estas sobremesas con horario fijo de cierre, las seis, algo de etilismo medido pero quizás ansioso. Camino luego hacia casa algo embotado y con la intención de escribir un breve memorándum que contenga ideas vertidas/oídas en el almuerzo. Me tumbo en el sofá sin embargo.

Martes. Se puede cenar en Nochebuena con allegados.

-¿Ha llegado?

-Sí, ha llegado.

Miércoles. Me enfrasco en el tercer tomo de los diarios de José María Souvirón. Abarca parte de 1960 y llega hasta el 63. El poeta ya tiene 54 años. Es un fino observador y alterna la confesión, lo mundano, los anhelos literarios, los frecuentes viajes a Málaga. Pasea por La Caleta, le atraen las muchachas. Escribe a veces en ABC y hasta abandona el Instituto de Cultura Hispánica para emplearse en el mítico Reader's Digest, edición española. El tono general es tristón pero vigoroso. Publica libros. Va a misa. Alterna mucho con Luis Rosales. En fin. Tanto que comentar sobre esta cuidada edición de Javier Labeira y Daniel Ramos López. Me topo con una entrada en la que habla del bar Ricardo, aquel que estaba al final de la calle Larios, cerca de la plaza de la Constitución, lugar precursor de las coctelerías, mítico antro elegante, prohombres tomando whisky al atardecer, local angosto, mejor dicho, largo y estrecho. Creo que lo cerraron hace ya muchos años por que, uno de los motivos, no había espacio para hacer unos baños grandes como ya dictaba la ley. Creo. Nunca entré. Ganas tuve.

Jueves. En la parada hay madres que no me dan conversación. Progenitores que van y vienen en buenos coches. Yo he llegado andando. Eso sí que es lujo, me digo. Mi hijo me exige la merienda y me guía hacia su clase de natación. Hay gente a la que le sienta muy bien el gorro para la piscina; otros están ridículos. Cuerpos garbosos que avanzan sobre al agua. Miro a los nadadores y me pregunto por qué yo estoy en la grada y no en el agua. A las nadadoras también las miro. Para no interrogarme más cruzo a un chiringuito a ver si me dan café o algo. Abro la última novela de Don de Lillo, volumen fino que se ha humedecido de ir en la bolsa con los batidos, la toalla, las chanclas y demás bártulos. Unas personas en Manhattan que han quedado en un apartamento para ver la final de la Superbowl, pero lo único que ven es como se cae internet. Nada va. No hay móvil ni televisión ni nada. El planteamiento es sugerente, aunque a lo mejor lo que quiero decir es sugestivo, pero no sé si me estoy enterando bien. Espero que no sea una excusa para convertir a los personajes en charlatanes sobre sus vidas. No quiero leer en este momento una obra de teatro y sí una distopía. La verdad es que si no fuera el único que queda, me bebería el batido que hay en la bolsa.

Viernes. Con lo que fueron los viernes. Madre mía. Ay, la vida de antes.