Cuenta el Génesis que la luz se hizo el primer día y que durante los siguientes cuatro, Dios creó el cielo, la tierra, los mares, el sol, la luna y las estrellas, adjudicándoles identidades singulares, y pobló de vida animal las aguas y los cielos, y les ordenó multiplicarse. La traca final de la creación aconteció el día sexto, que Dios creó el mundo animal terrestre e, inmediatamente, como colofón, creó al hombre, primero, y la mujer, después. Ay, ay, ay...

Crear al hombre primero para extraerle una costilla y a partir de ella crear a la mujer creo que no fue lo más políticamente correcto, pero en fin, como dicen los dioses, a lo hecho, pecho... Finalmente, el séptimo día, que me contaron que cayó en sábado, descansó. Lógico lo del descanso, tú, porque acometer tamaña obra a palo seco debió de ser extenuante hasta para el mismísimo Dios. Lo pienso y siento repeluco.

Recuerdo que el niño que aún vive en mí, entonces, mientras iba siendo ilustrado a propósito de la creación por atrabiliarias sotanas que contenían hermanos, ya elucubraba sobre la inteligencia de haber empezado el trabajo por la luz. Sin ápice de duda, que es el primer precepto infalible de la inmadurez, llegué a deducir que atreverse a montar aquel tinglado a tienta paredes habría implicado un enorme riesgo, hasta para el propio Creador. Y aquello no habría sido bien visto a la larga.

La luz, intelectual, emocional y hasta metafísicamente, desde el principio de los tiempos, viene jugado el papel de metáfora del bien y de la verdad, e identificándose con la paz, con el paraíso, con la salud, con la belleza, con la seguridad, con el encuentro, con la presencia, con el conocimiento... A la ausencia de luz le ha tocado jugar el papel de metáfora de las tinieblas, del mal, de la mentira, del averno, del desencuentro, de la pérdida, del peligro, de la enfermedad, de la guerra, del horror... Tan declaradamente así es lo que expreso que a lo largo de la historia del conocimiento expresarnos mediante etiquetas como «la teología de la luz» y «la estética de la luz», en determinadas actividades es una constante.

La más brillante estirpe del conocimiento de la Grecia antigua, transmitida y refinada de maestro a alumno -Sócrates a Platón y Platón a Aristóteles- trajo hasta nuestros días la identificación de la luz con la consciencia de las cosas. La consciencia representa a la luz, su ausencia a la oscuridad. Y solo bajo el foco de luz que nos permite tomar consciencia de las cosas podemos alumbrar nuestro conocimiento y nuestra comprensión de nosotros mismos y del entorno que conforma nuestro derredor físico, emocional y espiritual. Platón lo explicó platónicamente bien con su Alegoría de la Caverna.

Decía Platón que «es fácil comprender a un niño que tiene miedo de la oscuridad, y que la tragedia de la vida ocurre cuando los hombres tenemos miedo a la luz». Ciertamente, la consciencia, la verdadera consciencia, acongojona al más pintado.

Las fechas, los mitos, la inercia de la costumbre y el animálculo asesino que ha venido a zangolotearnos andan poniendo a prueba nuestras consciencias, una a una y todas juntas. Por ejemplo, por parte de la autoridad, el gustito que deja el sentirnos dioses por un instante, aunque solo sea subconscientemente, cuando ordenamos lo de ¡hágase la luz! y pulsando un silente botón la luz navideña se hace, es arrebatadoramente tentador.

De igual manera, esa tentadora autobula que nos otorgamos la tribu de la ciudadanía a base de peligrosas mentirijillas que anestesian la consciencia, como, por ejemplo, «total, qué va a pasar», «este año no habrá tanta afluencia», «Tarzán es fuerte», «un verdadero malagueño no deja a su alcalde solo»..., nos empuja a olvidarnos de la realidad. Pero la realidad, como el pasado, siempre vuelve.

En síntesis, mala idea la de haber gestualmente intentado reinterpretar la paremia oriental de «más vale encender una vela que maldecir la oscuridad» pretendiendo que la oscuridad era el innombrable bicho y la luz nuestro disparo de salida de las fiestas navideñas en forma de alumbrado.

Decía Napoleón que «si hacemos una tontería, al menos que sirva para algo». Rezo para que ese algo no nos llegue esta vez en forma de «vamos a por la tercera», como las sevillanas, pero esta vez en forma de ola pandémica.