Yo no digo que la gran mayoría seamos malos, o quizá sí, pero, sin duda alguna, muchos de nosotros, en el marco de nuestra procurada tendencia hacia el bien, contamos, además, con particulares fisuras que hacemos por modular desde la mejor de nuestras versiones: ráfagas de egoísmo, inercias oscuras o dobles intenciones no demasiado limpias. Pero, si dejamos de lado el otro extremo, el de la gente perversa que rompe todo límite de humanidad, también contamos, gracias a Dios, con el equipo de los buenos: personas honestas, puras, discretas y sencillas a quienes la malicia no consigue hacer frente ni mella, seres que no tienen ni la más remota idea de lo que es malpensar. Son personas irremediablemente buenas, o, como diría Machado, más literariamente, personas buenas «en el buen sentido de la palabra bueno». Y, curiosamente, a estas alturas o bajuras de la vida, quizá me atrevería a decir que sé reconocer dicha impronta cuando la tengo frente a mí.

Hace tan sólo unos días, leía una máxima generalista en la que se refería que los grandes amigos se forjan antes de cumplir los treinta. Y a mí, frente a estas cosas, me sale responder a costa de la ascendencia gallega que no sé si tengo, pero que, seguramente, debo de tener: mire usted, pues sí?., o no. Resulta que, hace poco más de un año, conocí a una persona a la que, hoy por hoy, refiero como un gran amigo. Una persona en la que, sin atisbo alguno de duda, aflora el don de la bondad.

Mi amigo no es un bueno de estrados ni multitudes, mi amigo irradia su bondad desde el cálido concepto de vecino, compañero y trabajador que va sembrando discretas y sencillas muestras de luz allá por donde pasa. Mi amigo es un silencioso hombre de Dios que, ganándose la vida desde un oficio más que complejo y en el que la muerte y el sufrimiento ajeno son el pan de cada día, aún no se ha hecho con el chubasquero de la indiferencia que, en la rutina habitual de nuestro quehacer, procura endurecerte ante las desventuras del otro. Mi amigo es un hombre que se da al otro desde una cálida humanidad, sin postureos ni apariencias, que nunca se antepone a nada y que, sin ni siquiera ser consciente de ello, me da reflejos y enseñanzas de lo que debiéramos ser y, en ocasiones, no somos. Mi amigo es un hombre de ciudad y de pueblo, de barrio y de campo, que vive por su mujer y por sus hijos y que, además, saca horas de la noche, que es tiempo de Salvación, para seguir estudiando materias que le llevan a entregarse todavía más, si cabe, a los demás. Mi amigo, como toda buena persona que se precie, es de madrugar, y le gusta levantarse a comprar el pan mucho antes de que el sol, como cantaba Lole, «venza tinieblas por campiñas lejanas». Y aunque mi amigo sea un hombre sin prisas, hay otros que sí que parecen tenerlas.

Hace tan sólo unos días que la calle Victoria, como suele ser habitual en esas horas en las que Málaga comienza a desperezarse, mostraba una línea de calzada limpia, ajena aún al tráfico inminente. En este tiempo hostil, propicio al odio, todavía hay quien antepone la prisa y el acelerador al gusto por la cálida prudencia y el lujo de saberse completo aquí y ahora. La mascarilla poco protege cuando un coche y varias motos, arrambladas por la brutal embestida, rebotan tras la colisión e impactan contra uno. Servidor, camino del trabajo, pasaba por allí pocos minutos después. Sólo tuve tiempo de ver el compacto desastre de carcasas automovilísticas y la calle cortada, pero no sabía que era mi amigo quien iba en la ambulancia. Un amigo que, gracias a Dios y a los desequilibrios de un oportuno traspié, pudo salvar la vida a costa de la pierna. Un amigo a quien, insisto, gracias a Dios, seguiremos disfrutando hoy y ahora. No escatimen tiempo en quererse, besar, abrazar y perdonar. Porque, a veces, las despedidas no precisan de un volcán, un atentado terrorista, la propia vejez, el cáncer o el coronavirus. Les basta y les sobra un acelerador imprudente a la vuelta de la esquina.