De cuando en cuando echa uno la vista atrás para recordar, justo por estas fechas de frío y lluvia, aquellas tardes en las que aprendimos a surfear sobre el barro. Es como cuando Mikasa se convierte en tendencia, porque millones de nostálgicos comparten en la red social cualquiera de esos míticos balones de fútbol o baloncesto que son patrimonio generacional.

Porque hubo un tiempo (en muchas localidades por desgracia aún presente) en el que al fútbol se jugaba sobre un albero que cambiaba de estado en un abrir y cerrar de ojos. Apenas cuatro chaparrones convertían aquel cemento armado en unas arenas movedizas capaces de engullirte hasta el gaznate. Para sobrevivir a los patadones y la vertiente más dura de la tierra amarilla nació un esférico prácticamente indestructible.

Llama la atención por estas latitudes que Mikasa aún comercialice cada año varios cientos de miles de balones. Con la proliferación de nuevos campos de césped artificial, otros cueros más amables han tomado el relevo. Pero ahí sigue medio planeta, sobre todo la mayor parte del hemisferio sur, soñando la jugada imposible con un balón de la compañía japonesa que acumula más de un siglo de trayectoria.

Mikasa en realidad nació para trabajar productos derivados del plástico, como recuerdan sus directivos. Tras la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, empezó a especializarse y a convertirse en referente global con la elaboración de todo tipo de pelotas. El famoso FT-5 que se asentaría para la práctica del balompié como auténtico «arma de destrucción» daba miedo. Su extraordinaria dureza seguro que estaba detrás de más de una conmoción por inapropiados remates de cabeza.

La firma había apostado por un modelo tanto para el fútbol como para el baloncesto en el que bajo la superficie y sobre la cámara interior había un devanado sintético que le hacía mantener la forma. Para los porteros era toda una aventura intentar sujetar un cuero tan rígido. Lo más parecido en la última década para recordar aquellos Mikasa lo encuentro en el inolvidable balón del Mundial de Sudáfrica, el del «Iniesta de mi vida». El jabulani ya generó muchas críticas entre los guardametas, debido a que era completamente redondo y complicaba lo de interceptarlo con seguridad.

Y si tenemos que mirarnos en otros modelos, en cuanto a la dureza, no queda más remedio que pensar en el básket. Porque la propia firma Spalding, reina de la canasta como Adidas a la hora de firmar acuerdos para dotar de cueros las grandes citas mundiales, utiliza el mismo sistema de Mikasa para que el balón sea rígido y sea fácil de botar.

Hay circunstancias en la vida en las que a alguno de nuestros órganos tampoco les vendría mal mayor rigidez. Un devanado de nailon como el del Mikasa FT-5 no le vendría mal a nuestro maltrecho corazón en plena pandemia. Porque nos levantamos un día sí y otro también con esta locura de virus al que tanto cuesta ponerle freno.

Muchos hemos comentado más de una vez que tal o cuál futbolistas no podría hacer tan excepcional jugada con un Mikasa. O en la misma línea hemos recordado lo que picaba el balonazo que en el patio del colegio casi nos deja cojos. Eran tiempos de EGB, en los que nos sentíamos seres de goma, imbatibles. Con lo frágiles que somos como especie.

Con un corazón FT-5 los golpes serían menos golpes. Pero seguro que estaríamos más cerca de ser esas máquinas con las que parecemos obligados a tener que competir en busca de un puesto de trabajo. Con un corazón Mikasa no aflorarían estos sentimientos, por mucho que nuestro sistema circulatorio estuviese más a salvo de las temidas arritmias o coágulos.

Estaríamos a salvo de imprevistos, sí. Y nos convertiríamos en piezas mecánicas incapaces de cometer errores. Hasta hacer propia la letra del tema «Soy una roca» de Simon & Garfunkel.