Ayer fui a un banco a pagar una multa. No esperaba que me trataran como a un Rey, pese a que llevaba mi documento de Hacienda. Me mandaron al cajero a hacerlo. Mientras guardaba cola (qué expresión más equívoca), una cola larga en una mañana desabrida, me puse a leer el periódico. Y leí que un banco con nombre de ciudad, ante cuya sucursal principal me encontraba, iba a despedir a 3.572 personas. Ni más ni menos. No setenta ni cuarenta y tres ni ciento doce. 3.572. Abandoné la cola aún a riesgo de que un señor con boina y bufanda a cuadros que estaba detrás de mi se colara. Y lo hice para asomarme a la sucursal, donde vi a unos seres atrapados en las ventanillas con ganas de querer ir a desayunar. Ociosos. Calle Armengual de la Mota, 9.40 de la mañana. No sé si me estoy explicando. Volví a la cola. Aguardé. Y volví a mi periódico, del miércoles nueve de diciembre: otros 1.500 se reubicarán y 1.200 serán prejubilados pese a que el banco quería despedir a 400 más. Llegué al cajero. Pasé el código de barras y me salió un cartelito burlón. Al cuarto intento, tras perder mucho tiempo, logré acceder al pago teniendo posteriormente que rellenar una serie de campos con mis datos. La cola crecía tras de mí. Jóvenes, ancianos, oficinistas, guiris. Y toda aquella gente de la cola necesitaba calor humano, asesoramiento, rapidez, profesionales. Gente entrenada, bancarios eficientes de toda la vida. Los largan. La digitalización y la transformación y tal y bla, bla está bien. Pero la sangría de talento, capital humano y dramas que generan (tantos) despidos (para una entidad que mide sus beneficios en números de mareo) no sabemos si es necesaria, ni si va a mejorar la eficiencia de la firma ni su imagen. Tras la engorrosa gestión quise entrar de nuevo al interior, más que nada por si al continuar con la lectura del diario me enteraba de que cerraban la sucursal. No era el caso. Menos mal. Recordé entonces, al ver de nuevo esos techos altos y esas paredes, como hace mil años, de niño, con mi padre, que siempre tuvo ahí su cuenta, su nómina, entrábamos allí de la mano de cuando en cuando si él necesitaba hacer una gestión. El interventor regalaba caramelos.