Escribir una columna de opinión requiere una cierta liturgia cuyo culmen es el lanzamiento al mar de un mensaje en una botella. Es un buen símil, pues nunca se sabe si lo leerá alguien ni si, al albur de internet, llegará a su destino: la redacción del periódico. Unas líneas amistosas de acuse de recibo y, al día siguiente, la aparición sobre el papel, son la confirmación de que el ciclo se ha completado, una semana más.

Con seis años y casi tres centenas de artículos a la espalda, tantas reflexiones en voz alta darían para componer un breviario de proporciones considerables. Y, sin embargo, el ritual sigue comenzando con un pensamiento invariable: se van a dar cuenta. Tanta gente seria alrededor, escribiendo con fundamento sobre asuntos importantes, y voy yo a salir ahora con esta pequeñez. ¿A quién le va a importar? El impostor que soy va a quedar en evidencia.

Con este pensamiento rondándole la cabeza, el columnista comienza, pues, a golpear el teclado como el orador que llega a la Speaker's Corner de Hyde Park: sintiendo en el cogote una -imaginaria- mirada condescendiente por parte del lector, si es que lo hubiere, de la misma manera que el speaker es simplemente tolerado por los paseantes y las fuerzas del orden de Su Majestad la Reina, aunque no tomado demasiado en serio.

El impostor, convencido ya de su condición de tal, intentará camuflarla con la falsa autoridad que le confieren los diccionarios y libros de estilo de que se ha rodeado; a fin de cuentas, no se trata de poner fácil la tarea a quienes van a desenmascararlo, ¿verdad?

Algo más tarde, pulsa «enviar»; no hay vuelta atrás y la botella se interna mar adentro con el papel enrollado en su interior. Queda un postrer pensamiento de consuelo: Menos mal que no lo va a leer nadie. Sin embargo, puede que alguien formule al día siguiente un comentario positivo: así que alguien lo ha leído esta vez. Claro, pero dice eso porque se trata de un amigo. Otra semana en la vida de un columnista.